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¿Pondrá Plasencia orden en la Cancillería?

*** El autor espera que el nuevo Ministro de Relaciones Exteriores, un funcionario de Carrera por concurso, ponga orden en la «rebatiña de pasaportes diplomáticos y le haga ver al presidente que la Carrera Diplomática y su servicio exterior son la principal trinchera en tiempos de guerra y el principal ejército en tiempos de paz».

POR J. GERSON REVANALES M

La Carrera y el servicio diplomático, aunque parezcan lo mismo y se confundan, son cosas distintas. Se puede pertenecer al servicio diplomático o consular, pero no ser de la Carrera. El ingreso a la Carrera, se realiza por concurso; concurso como tal que fue eliminado en la actual ley del Servicio Exterior. Ser funcionario de Carrera requiere tener una preparación académica, aprobar un concurso y ser ratificado por el jurado. Por otro lado, están aquellos funcionarios que no son de Carrera y están en comisión, quienes por tener un contacto, un padrino político o ser de confianza del partido de gobierno ingresan a la Cancillería, donde trabajan todos aquellos funcionarios de carrera o no, en sus diferentes rangos, bien en el servicio interno (la Cancillería) o en las misiones diplomáticas en el exterior u organismos internacionales.

Es costumbre y tradición, quizás parte del derecho consuetudinario, que al servicio diplomático ingresan los nacionales de un país con la mayor preparación, prestigio y representatividad. Se podría decir que es “elitesco”. Para ingresar al servicio diplomático como parte de la Carrera hay que presentar un concurso y, si no se es de Carrera, se requieren credenciales de alta calificación, cuando se desempeñan en áreas como la cultural, económica, científica, donde ocupan los llamadas agregadurías, altamente necesarias en el servicio exterior cuando están acreditados en embajadas por el grado de relaciones que mantienen. 

El servicio diplomático está conformado por lo mejor de lo mejor, la «crema y nata». Aunque suene pedante, tiene que ser así, puesto que son la representación del país, del Estado, del gobierno y de sus connacionales. 

Recientemente, la diplomacia venezolana está en las páginas amarillas de la prensa internacional, confrontando un caso vergonzoso, penoso, que pocas veces se ha dado, no solo en el servicio diplomático venezolano, sino mundial. Es el caso de un vendedor informal, de un vendedor de llaveros, posiblemente de esos que ahora se llaman emprendedores, quien llegó a representar al gobierno venezolano por obra y gracia de una senadora colombiana, sin tener los credenciales requeridas ni en Colombia ni en Venezuela. Esta legisladora introdujo a este sujeto al alto gobierno de Maduro. La viveza, más que la providencia, le permitió convertirse, más que en un enviado especial, en un diplomático. Este personaje no tiene dos ceros a la izquierda como el agente 007 de James Bond, sino una docenas de ceros a la derecha en sus cuentas en euros y dólares en paraísos fiscales. Para remate de cuentas, fue incluido como miembro del equipo negociador en México. 

Este caballero de marras saltó de ser un comerciante de llaveros, sin mayores conocimientos de los negocios internacionales, aunque sí de los caminos verdes de las triquiñuelas, a ser, según varios gobiernos, el director para el lavado de dinero y negocios turbios. Gracias a eso, este osado oportunista logró la confianza del alto gobierno, de ministros y allegados, para convertirse en el zar de los negocios lúgubres. Es incomprensible que a un desconocido tanto para el presidente Chávez como para el presidente de Colombia se le pusiera al frente de un millonario proyecto binacional de vivienda.

No sabemos cómo logro establecer esa red transnacional con bancos en paraísos fiscales, pero lo que sí es cierto es que solo no lo hizo. Un desconocido de a pie del vecino país, sin mayores referencias y contactos, no puede abrirse camino sólo. De ahí el empeño de la fiscalía de Nueva York de conocer para quién trabaja y quiénes están detrás de este intrépido “emprendedor”. 

Pero lo insólito, lo más cuestionable de todo, es que la cancillería venezolana le haya otorgado un pasaporte diplomático, una “patente de Corso”, así como las que otorgaba Luis XIV en Francia e Isabel I en Inglaterra, para que viajara sin problemas, para que se saltara las aduanas gracias a la cortesía internacional. 

Hoy la carrera diplomática se encuentra desprestigiada por hechos como éste. El solo hecho de presentar un pasaporte diplomático venezolano en una aduana, dispara las alarmas. Esperamos que el nuevo Ministro de Relaciones Exteriores, un funcionario de Carrera por concurso, ponga orden en esta rebatiña de pasaportes diplomáticos y le haga ver al presidente que la Carrera Diplomática y su servicio exterior son la principal trinchera en tiempos de guerra y el principal ejército en tiempos de paz.

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