*** Macron ganó ampliamente, pero su victoria es más anti-Le Pen que pro-Macron y el 42% de los franceses ya se identifica con la ultra-derecha.
*** Macron tiene que dar un cauce positivo a su victoria para mitigar ese descontento radical que, como se ha demostrado, es capaz de votar a cualquier opción extremista con tal de acabar con el actual sistema político
La victoria clara de Emmanuel Macron en las elecciones presidenciales que se han celebrado en Francia representa una buena noticia para toda Europa. En estas graves circunstancias, con una guerra terrible en nuestro vecindario más próximo, una crisis económica en ciernes y en ausencia del liderazgo de Alemania al que estábamos acomodados durante las últimas décadas, lo mejor para la estabilidad de Europa es mantener la calma y evitar maniobras bruscas de ningún tipo. Ahora bien, no es bueno ni para Francia ni para Europa que un país central de la UE sea gobernado por un presidente al que una mayoría de votantes han respaldado solamente como mal menor, simplemente como remedio para evitar la victoria de la candidata nacional-populista, Marine Le Pen.
Macron no ignora que ha sido elegido no tanto por sus méritos sino por la insuperable alergia que Le Pen produce en una parte del electorado, mientras que una abstención de las más altas de la historia de la V República señala claramente que el grupo de votantes más numeroso es el de los que no han querido apoyar a ninguno de los dos candidatos, lo que puede interpretarse como una demostración de que no les importaba que hubiera ganado uno u otra.
Para aquellos que suelen hacer comparaciones, este sistema de votación a doble vuelta no es inmune a la realidad social que se vive actualmente en Europa, por lo que la fórmula sufre todas las tensiones que se han producido en esta pasada legislatura, desde la emergencia del movimiento insurreccional de los ‘chalecos amarillos’ a las grandes manifestaciones por las medidas contra la pandemia, han desembocado en un pulso entre un presidente poco o nada popular y una aspirante que suscita tantos apoyos como rechazo visceral. Todas esas tensiones socioeconómicas siguen latentes y van a reaparecer tarde o temprano como un factor divisivo en la vida de nuestros vecinos franceses.
Esta es la segunda vez que se enfrentaban los dos mismos candidatos, Macron y Le Pen, y los electores han asistido a este pulso, que seguramente será el último entre ellos, otra vez con esa angustia que no debería producirse en un acontecimiento del que dependen los próximos cinco años en la vida de todo el país. Los dos son representantes de sectores políticos que no vienen del organigrama tradicional de contrapesos entre los partidos de centro-derecha o centro-izquierda, que ha desaparecido totalmente del panorama político. Francia no es el primer país europeo donde se ha producido este fenómeno y la experiencia de lo que ha sucedido en otros casos constituye una advertencia de cómo el mecanismo electoral puede seguir funcionando, pero lo hace en una dirección que conduce a la práctica difuminación de la democracia.
En circunstancias normales, las dos derrotas deberían llevar a la retirada de Le Pen. Por su parte, Macron tiene que dedicar este segundo mandato que ha recibido –también algo extraordinario en las últimas décadas– para corregir esa deriva que erosiona los cimientos de la cohesión del país porque de otro modo lo más probable es que dentro de cinco años se enfrenten dos opciones igualmente populistas y demagógicas, solo que una de extrema derecha y otra de extrema izquierda. Macron tiene que dar un cauce positivo a ese descontento radical que, como se ha demostrado, es capaz de votar a cualquier opción extremista con tal de acabar con el actual sistema político.
Publicado originalmente en el ABC de España.
Foto destacada cortesía REUTERS / BENOIT TESSIER.