*** Las sanciones son herramientas, no un fin en sí mismo. Bienvenido sea el alivio de un par de ellas si sirven para que se retome la negociación, considera el autor.
Por Francisco Poleo
Las sanciones son herramientas, no un fin en sí mismo. Esa premisa es ignorada en ambos extremos. En el flanco cohabitador, creen que levantándole las amonestaciones a Maduro, éste, de repente, se convertirá en un angelito. Como si el chavo-madurismo hubiera tenido una conducta ejemplar antes del 2014, cuando empezaron las medidas. Los del extremo radical, por su parte, creen que apilándole sopotocientas sanciones a quienes mandonean a los venezolanos los hará renunciar por obra y gracia del Espíritu Santo. Como si no llevaran ya ocho años sorteando las sanciones con ayuda de Cuba, Rusia, Irán y otros miembros del club de los chicos malos.
Las sanciones, sin embargo, son lo más efectivo que existe para frenar las andanzas dictatoriales rojas. No sólo no les permite pillar en los niveles pre-2014 sino que los desajusta en el ámbito más estrictamente personal. Llegan a casa y tienen a la familia quejándose de que no pueden viajar libremente por el mundo a vivir la dolce vita. Por mucho que repitan que Venezuela se arregló, que no es así, prefieren exhibir su dinero en París, Nueva York o Madrid que en Caracas o Lechería. Las sanciones, estimado lector, afectan en lo macro y en lo micro, y es lo micro lo que más piquiña causa.
Pero las sanciones no deben ser un fin en sí mismo, so pena de perder su efectividad. El maleante se hace inmune al castigo si no ve incentivos para portarse mejor. Es lo que ha pasado, por ejemplo, con Cuba. Por eso, está bien que Estados Unidos alivie un poco un par de sanciones del extenso catálogo de las medidas que tiene activas contra el madurismo. Bienvenido sea que Chevron pueda parlotear con la dictadura sin monetizar nada y que el sobrinísimo Flores pueda viajar al imperio si eso significa que se reactive la negociación en México, la única salida tangible a la crisis.
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