*** Al anunciar la muerte de la reina Isabel II, la Casa Real británica confirmó que el nuevo rey es Carlos III, quien será recordado como el heredero más longevo.
Por Luisa Corradini (La Nación ©)
PARÍS.– Algunos describen un personaje afable, encantador, alegre, un intelectual perdido en un mundo que no es el suyo, un precursor, amigo sensible, un padre y un abuelo apegado a los suyos. Otros destacan un tren de vida de otra época que habría indignado incluso a sus propios padres, un lunático depresivo, un conservador camuflado bajo la apariencia de un reformista, hasta un activista que, lejos de la neutralidad que se espera de un heredero al trono, habría amenazado el futuro de la corona con sus posiciones públicas. Pero, ¿cuál es la característica principal de ese personaje de 74 años que se apresta a subir al trono del Reino Unido tras al anuncio de la muerte de Isabel II? Sin duda la de ser un hombre nacido con un destino excepcional, pero terminó siendo un súbdito durante toda su vida. Tanto, que será recordado como el heredero que batió el récord de la espera más larga de la historia para subir al trono.
De frente, muestra una cara afable aunque un poco cansina, la sonrisa colgada en la comisura de los labios, la mirada atenta y casi maliciosa. De perfil, Su Alteza Real el príncipe Charles Philip Arthur George, príncipe de Gales, conde de Chester, duque de Cornualles, duque de Rothesay, conde de Carrock, barón de Renfrew, Lord de las Islas, príncipe y gran senescal de Escocia, más una serie interminable de condecoraciones militares y privadas (KG, KT, GCB, OM, AK, QSO, PC, ADC) se parece al retrato de un gentilhombre del siglo XVI pintado por Hans Holbein, suspendido de una cornisa del castillo de Windsor. Tiene el porte altivo y la tez bronceada de condottiere apasionado por los combates y dueño de un orgullo sin límites… Sin embargo, esa desenvoltura de fachada, disimula un alma contemplativa y un temperamento afanoso.
Es un espíritu particular, como solo sabe -a veces- producir la deliciosa Inglaterra. A la vez accesible e inaccesible, idealista y práctico, tradicional y radical. Oculto en el bucólico paisaje de Glouchestershire, 200 kilómetros al oeste de Londres, el jardín de su castillo de Highgrove se le parece, asociando lo banal y lo magnífico, lo revolucionario y lo clásico, el orden y el desorden. Lo paradójico de ese sitio ilustra maravillosamente al dueño de casa. De hecho, para exponer su concepción de la monarquía británica, Carlos suele invocar al león y el unicornio del estandarte real. Por un lado el deber, por el otro la imaginación. Esa dualidad se enraiza en una trayectoria que no tiene nada de linear.
El primer hijo de la princesa Isabel y del duque de Edimburgo nació el 14 de noviembre de 1948 en el Palacio de Buckingham, y su infancia estuvo teñida de un rigor militar que nunca dejó lugar a la extravagancia ni a la espontaneidad. Debido al racionamiento de la postguerra, la vida entonces era frugal mientras sus padres, acaparados por los deberes oficiales, nunca le acordaron el amor que esperó de ellos.
El nuevo rey de Inglaterra fue el primer heredero del trono que frecuentó la escuela, en vez de seguir el ejemplo de sus predecesores, educados por preceptores. A los 12 años, siguiendo los pasos de su padre, fue enviado al pensionado escocés de Gordonstoun, conocido por su régimen espartano, el ejercicio físico, las duchas frías en invierno y el autocrontrol. Sensible, mucho más interesado por el arte y la música que por los deportes, tuvo que someterse al rudo aprendizaje de los pensionados británicos, rayanos en el sadismo.
El “pequeño príncipe” fue víctima del acoso de sus condiscípulos, felices de hostigar a un futuro monarca, que se burlaban de sus orejas, de su carácter introvertido y su aire un poco torpe. Carlos nunca perdonaría a su padre esa educación marcada por severas carencias de humanidad.
Liberado de Gordonstoun, se inscribió en la universidad de Cambridge para estudiar historia, antropología y arqueología. Si bien nunca se mezcló con los demás estudiantes, su decisión de hacer teatro en amateur le permitió desinhibirse y comenzar a acumular las conquistas femeninas. El príncipe siempre prefirió la compañía de las mujeres, contrariamente a los ingleses de su clase social. En 1971, como lo quiere la tradición, inició una formación militar en la Royal Navy. Pero, a bordo de un buque de guerra, el teniente de navío y futuro comandante en jefe de las Fuerzas Armadas nunca se sintió en su elemento. Se mareaba a bordo y detestaba las bromas con frecuencia procaces de los militares.
La relación con Diana
Pero, a los 30 años, la vida de soltero que disfrutaba con toda libertad llegó a su fin: un príncipe heredero debe casarse y tener hijos. Por entonces, varios criterios eran imperativos para escoger a la futura reina consorte. La esposa debía ser anglicana, porque el príncipe sería un día jefe supremo de la Iglesia, de sangre aristocrática y… virgen. En la alta sociedad de fines de la década de 1970, pocas jóvenes solteras reunían esos tres criterios. En todo caso, el amor no formaba parte de los requisitos.
Treces años menor que él, Diana Spencer tenía el perfil ideal: hija de conde, aspecto de adolescente seria, tímida, discreta, incluso apocada. Dotada de un diploma de maestra jardinera, tampoco pensaba en una gran carrera profesional. En sus venas corría incluso un poco de sangre real. Y, sobre todo, su padre, lord Spencer, certificó que su hija jamás había tenido una aventura.
De la boda, celebrada el 29 de julio de 1981, los 700 millones de telespectadores a través del mundo retuvieron el “french kiss” en el balcón de Buckingham. El pueblo británico se tranquilizó: los futuros soberanos se amaban. La monarquía podía dormir tranquila: la popularidad de Carlos llegó entonces al cenit. Eso, para la “soap opera”. Pues la historia de amor nunca existió. Detrás de la fachada de los palacios reales, ese matrimonio jamás fue sinónimo de amor conyugal. Y, ¿por qué razón lo sería?
Para Isabel II, solo contaba la perpetuación de la dinastía: en la casa real británica, unión rimó siempre con procreación. Lógicamente, la institución prevale sobre las inclinaciones personales. Una vez ligado a la familia real, todo individuo debe olvidarse de sí mismo frente a la llamada “firma”. Porque esta debe protegerse, luchar contra una amenaza permanente, cotidiana: la ausencia de justificación, en democracia, de un príncipe hereditario. ¿Acaso las monarquías no están en vías de extinción?
A pesar de las carrosas, de la pompa y del beso apasionado en el balcón, el alma y el corazón de Carlos estaban en otra parte. La última noche antes de la boda, la pasó en los brazos de quien era su amante desde hacía diez años, Camilla Parker Bowles.
Profundamente infeliz, víctima de crisis de bulimia, la princesa de Gales se vengaría transformándose en una diva que no tardó en eclipsar a su marido. Y todo fue de mal en peor. Porque después del nacimiento de dos varones, Guillermo y Harry, Carlos recomenzó su relación con Camilla. Es verdad, en todo caso, que regla intangible de la aristocracia británica fue respetada: los esposos deben tener dos hijos -un heredero y una “rueda de auxilio” en caso de desgracia- antes de ceder al adulterio. Nunca Carlos, dueño de sus emociones, mostró la menor indulgencia ante los desórdenes físicos, la anorexia y la bulimia, síntomas del malestar de su mujer.
En 1992, lo que aún era un rumor apareció en la plaza pública con el libro de Andrew Morton, “Diana, su verdadera historia”. El best-seller develó a la opinión pública la relación secreta entre Carlos y Camilla, “que siempre estuvo presente”. Carlos y la princesa de Gales se separaron el 9 de diciembre del mismo año. Pero la guerra de los Windsor prosiguió.
En 1994, en una entrevista a la cadena ITV, el futuro rey afirmó, contra toda evidencia, haber sido un marido fiel y leal hasta el momento en que el naufragio de su matrimonio fue irrecuperable. Después pasó al modo ofensivo con la publicación de “The Prince of Wales”, una biografía autorizada en la cual se quejó de una educación represiva, de la falta de ternura de su madre, de la crueldad de su padre, de la presión de la opinión pública y los medios, que lo obligaron a casarse con Diana, cuando no la amaba. Más grave aún, el libro está lleno de detalles escabrosos sobre su larga relación con Camilla.
En noviembre de 1995, fue el turno de la princesa Diana, que se vengó acordando una entrevista al periodista Martin Bashir en la emisión “Panorama” de la BBC. Allí contó en detalle las humillaciones que soportó: “Fuimos tres en este matrimonio. Era un poco superpoblado”. Una verdadera granada en el jardín de los Windsor. Relató sus esfuerzos por enfrentar una “guerra” contra un “enemigo”, “del lado de su marido”, es decir la familia real, y hasta la misma reina.
El crimen de lesa majestad llegó al paroxismo cuando criticó la personalidad de Carlos. Provocando el furor de la monarca, puso en duda las capacidades del heredero para reinar. “Porque conozco su naturaleza, creo que ser rey le impondría enormes obligaciones y no estoy segura de que podría adaptarse”, sentenció.
Esta vez se trató de una bomba atómica lanzada al corazón mismo del sistema: dejó entender que Carlos debería ser separado de la sucesión. ¿Su plan? Favorecer la llegada al trono de su hijo mayor, Guillermo. El divorcio fue pronunciado el 28 de agosto de 1996. La opinión pública acusó a Carlos por el fracaso de su matrimonio. Pero, paradójicamente, la muerte de Diana en un accidente de tránsito en París, le permitió recuperarse, aliándose al nuevo primer ministro laborista, Tony Blair, contra su madre y la corte, excedidos por la situación.
Su boda con Camilla, en 2005, consiguió hacerle perder ese aire de Hamlet melancólico y lejano. Con esa segunda unión sellada, el orden de sucesión no sería nunca más objeto de polémica: primero Carlos III, después Guillermo V. Carlos será rey porque es el heredero, porque así lo quiere y porque para eso se preparó. Durante estos últimos años, mientras más años acumulaba su madre, más la ayudó a asumir sus obligaciones, asegurando así una forma de regencia.
Muy creyente, Isabel II hizo el juramento religioso de proseguir su tarea hasta la muerte. Acompañado de su esposa, Camilla, su hijo la representa ahora en casi todos los acontecimientos oficiales. Incluso durante el tradicional discurso del trono, donde la soberana hace conocer al país el programa de gobierno en apertura de la sesión parlamentaria. Es ahora él quien entrega las condecoraciones en la sala de baile de Buckingham o pasa revista a las tropas en gran uniforme de aparato o representa a su madre en las cumbres internacionales.
Los invitados especiales deben obligatoriamente hacerle una visita de cortesía a Clarence House, su palacio londinense. Autorizado por la reina, Carlos se reúne regularmente en privado con el primer ministro y los jefes de partido. Sobre todo, el nuevo rey tiene acceso a las “cajas rojas”, esas valijas oficiales que contienen una copia de los telegramas diplomáticos, informes de los servicios de inteligencia y documentos de Estados dirigidos a la soberana.
A imagen de todos los miembros de la familia real, Carlos siempre estuvo comprometido en actividades caritativas y filantrópicas. Todos conocen también su fuerte interés por el medioambiente. El príncipe ha sido una de las primeras personalidades públicas en respetar su “imprenta ecológica anual” a partir de 2007. El mismo año, creo el Prince’s Rainforest Project, mediante el cual espera sensibilizar a los británicos a la deforestación. El año siguiente, propuso crear un fondo mundial para luchar contra la destrucción de los bosques.
El nuevo rey británico también es un apasionado del arte, habiendo presidido más de 20 organismos artísticos. Dotado de un gran talento como acuarelista, publicó varios libros con sus creaciones. Ciertas de ellas fueron, incluso, expuestas en la Bienal de Venecia.
En la imaginación popular, el acceso al trono de Isabel II marcó una ruptura entre dos mundos. El viejo, representado por el difunto rey Jorge VI, y el nuevo, simbolizado por una joven soberana que se apoyaba en un bello príncipe consorte, Felipe, duque de Edimburgo, ambos determinados a modernizar progresivamente la institución real. En la realidad, Su Majestad reprodujo exactamente el esquema de su padre, sosteniéndose en los mismos pilares: el palacio, el ejército, la religión y la nobleza. Carlos, por el contrario, tiene intenciones de llevar a cabo esa ruptura. El nuevo rey tiene los medios. Queda por ver si, a su edad, aún tiene la voluntad.