El cardenal Baltazar Porras, ascendido por el Vaticano a miembro del Dicasterio para los Licos, la Familia y la Vida, recuerda que un episodio tan trágico como la matanza de los inocentes se ha convertido en una jornada de bromas.
La liturgia católica conmemora el 28 de diciembre de cada año la fiesta de los niños santos inocentes. Recuerda esta efemérides el relato evangélico de la saña del rey Herodes de haber mandado a matar a todos los niños de los alrededores de Belén, no fuera a ser que lo que le habían anunciado los reyes magos se cumpliera: que había nacido un nuevo rey que en su momento podía destronarlo. Este monarca es un claro ejemplar del gobernante para quien la vida y los derechos humanos no cuentan. El único dios es el poder y a él se arrodillan todos los derechos de los ciudadanos.
Preguntan algunos, cómo es que un episodio tan trágico como la matanza de los inocentes se ha convertido en el tiempo en una jornada de bromas e inocentadas. Pareciera una contradicción y hasta una burla. Sin embargo, la antropología nos da cuenta de que el colectivo necesita buscarle escape al poder. Una clave para leer algunas fiestas religiosas es el rompimiento de la cotidianidad, dando cabida a lo farsesco y burlesco, que bajo el manto de “una parodia” se permite unos excesos que en la vida ordinaria traerían consigo alguna penalización de parte de la autoridad. Es algo normal, porque la crítica y la disensión ante cualquier autoridad por muy buena que sea, requiere del freno social para no excederse. Por eso, no tienen sentido del humor aquellos gobernantes que no toleran el humor, la caricatura o la queja y la tildan hasta de infracción a la ley. No tenemos que ir muy lejos para ver lo ridículo que son algunos eslóganes como aquel que dice que aquí no se puede hablar mal de un personaje.
Pero volvamos a los santos inocentes. Existe, por ejemplo, en muchas festividades populares y religiosas, unos personajes que se visten de forma llamativa y cubren su rostro con alguna máscara. Son los llamados locos o locainas. Su función es múltiple. Burla y sustitución de la autoridad local. Sus intervenciones son inapelables y permiten que el desarrollo de la actividad no cuenta con la presencia de la policía, guardias o funcionarios del orden público, para que la distensión permita un desahogo y una crítica a la autoridad. Famosas son las fallas en las fiestas de San José en la Valencia mediterránea. Y entre nosotros, en las fiestas de San Isidro, San Benito, y otros santos, es normal su aparición.
Desde la edad media, ante las férreas autoridades medievales, la fiesta de los inocentes se prestó a esa alteración de roles para jugar a las bromas a la autoridad o al entorno social de cada comunidad. En varios países hispanoparlantes es común encontrar diversas formas de “hacer caer por inocente” a personas de relevancia o autoridad. Bajo la fachada inocente de un niño se gastan bromas, la mayor parte de las veces jocosas, y en ocasiones un tanto pesadas. Hay que tener cuidado el 28 de diciembre de cada año, al leer algún titular loco de la prensa que en páginas interiores es desmentido como “caíste por inocente”. Igualmente con alguna llamada telefónica en la que el desprevenido es objeto de una broma por sus amigos o familiares.
Con todo, no olvidemos la realidad cotidiana. El abuso, la corrupción, la lenidad de quienes ejercen el poder, nos ponen ante el pisoteo de los derechos fundamentales de los más débiles y pobres de la sociedad. Esta ambigüedad no se quede en una broma pasajera, nos lleve a no permitir que jueguen permanentemente con nosotros, quitándonos aquello a lo que tenemos derecho.