Por Alberto D. Prieto
Quién le iba a decir a Dios que iba a ser el modelo de los nazis. Cuando el ángel del señor le dijo a Moisés cómo debían los judíos organizar su huida de Egipto empezó a marcar al pueblo elegido como uno de los más perseguidos de la historia de la humanidad. Maldito favor les hizo al explicarles que, todos de pie y con las calzas puestas, debían irse comiendo las hierbas amargas y el pan ázimo al tiempo que el más viejo de la familia degollaba al cordero y con la sangre de éste pintaba una señal en la fachada de la casa.
Lo que Yahvé pensó como una manera de salvar a los suyos del otro ángel, el exterminador, se convirtió en la idea que luego aplicaron todos los totalitarios para, en vez de separar a los buenos de los malos, hacerlo al revés. Y ahí se jodieron las religiones, la política entró en crisis, y lo que Dios había hecho vio que no era bueno.
Cuentan las tradiciones que el Creador, de existir, nos hizo libres, y que desde entonces se come las uñas asomado con angustia entre las nubes viendo cómo malgastamos su regalo. Porque además de libres nos dio el entendimiento y no ha habido especie más imperfecta que esparciera sobre la Tierra su soplo vivificador que los hijos de Adán y Eva. Yo no sé si se arrepiente de su obra cumbre pero -soy agnóstico con ansias de creer- me lo imagino visitando cada jueves al psicólogo en una terapia eterna de quién coño me mandaría lanzarme a esto de tener hijos a mi imagen y semejanza.
Vivimos en España en un constante cainismo en el que nadie se mide por la dignidad de sus actos, ni siquiera por la comparación con el de enfrente, sino por cuánto mal le puede hacer al rival esto que se me ha ocurrido. No hay oposición en la política, sino deslegitimación del que ejerce el gobierno. Y no hay ejercicio de poder, sino revancha sarnosa frente a las obras del otro.
Me dije que debía hacerlo, pero discúlpenme la pereza -junto al de la gula con la manzana, y el del que mató a su gemelo de una pedrada en el paraíso por envidia-, otro de los pecados capitales. Es que leerme los 50 folios del acuerdo de Presupuestos entre el Ejecutivo de Pedro Sánchez y el Podemos de Pablo Iglesias ya me llevó un buen rato. Y cuando caí en la cuenta ya era demasiado tarde.
No pude contar la cantidad de veces que justificaban una medida de las pactadas en la maldad intínseca de las políticas del anterior Gobierno, el del PP de Mariano Rajoy. Pero no miento si les digo que menos veces explicaban qué querían conseguir que las que mentaban al demonio encarnado que parece ser quien los precedió en la Moncloa.
Me llamó infinitamente la atención el empeño dialéctico por señalar al rival político dentro de un texto que debía ser mucho más técnico. Todo antes de ellos estaba mal: los trabajadores anoréxicos de sueldo y las empresas engordadas de beneficios, los derechos recortados, las instituciones desprestigiadas, la democracia en riesgo.
Quiero obviar un poco por esta vez las causas específicas de cada uno de los síntomas de la crisis de la democracia que vivimos. No entraré en Trump, ni en Podemos, ni en las ultraderechas que amenazan la UE ni en Maduro. Sólo me quiero fijar en cómo actúan: todos le cortan la cabeza a un chivo expiatorio y con su ejemplo marcan quiénes son los buenos y quiénes los malos.
En España nos está pasando desde hace años con los nacionalismos. Hace años -no tantos-, pasear por los pueblos vascos de Rentería o Amurrio era un suplicio para muchos de sus oriundos. A la vuelta de la esquina, las miradas de desprecio; y al llegar a casa, la diana pintada en la fachada te señalaba como el malo, el enemigo. Y, cuando todos pensábamos que eso era algo que se superaría, y se superó (casi) del todo, la técnica se ha desplazado a las muy catalanas localidades de Vic o Balsareny.
En la plaza del primero, la megafonía del Ayuntamiento emite cada tarde una llamada a la población para que “no olvide” que se “lucha por la república” y que “hay presos políticos”… para que nadie “se desvíe” del camino recto. En el segundo se cuelgan carteles con fotos, direcciones, matrículas de coche y horarios del día a día de al menos tres vecinos que se han significado públicamente a favor de la unidad de España y, por tanto, contra la “liberación” del “un solo pueblo” catalán.
Si los que legítimamente desean la secesión de la región catalana transitan en el desierto un año después de aquella declaración de independencia de pega no es sólo porque no han sido llevados a su tierra prometida, sino porque sus libertadores eran unos profetas de baratillo. Montaron todo este teatro para tapar sus miserias, luchas internas y desfalcos a manos llenas.
Se robaron los impuestos de los catalanes, a los que ahora dividen entre los de pura cepa y los ‘charnegos’ venidos del resto de España. Pero en realidad sólo eran actores sobre el escenario de lo que somos los que aplaudimos.
Un país más empeñado en degollar y marcar que en liberarse de verdad de lo que nos ata: la pereza intelectual para hallar argumentos propios en lugar de las mil ideas sencillas que despellejan a los ajenos; nuestra avaricia monetaria que corrompe desde un contrato entre particulares hasta el dónde se deben invertir más y mejor los fondos públicos; y esa envidia vecinal que nos alimentan los que piden nuestro voto prometiendo que ellos sabrán llevarnos a las fuentes que manan leche y miel.
Hoy nos olvidamos de Dios y decimos que lo de marcar al disidente lo inventaron los nazis. Y cuando alguien se atreve a ver un reflejo de aquel aquello en nuestro esto, se le señala a su vez: por frivolizar con el Holocausto o por exagerar elevando a categoría lo que sólo unos bestias indepes están haciendo en unos pocos pueblos de la Cataluña rural.
Pero es noticia que este lunes un amigo mío estrena una obra en su tierra, Cataluña, después de casi una década en la que nadie lo contrató: porque siendo catalán tuvo la dignidad de arriesgarse a que le señalaran. Y lo hicieron. Él no sale de su asombro (y alegría) por haber podido “volver”. Que el ángel exterminador pase de largo.
Alberto D. Prieto es Jefe de Sección de EL ESPAÑOL