El 85% de venezolanos que en las encuestas se pronuncia contra Maduro tiene que hacerse a la idea de que para destituir a ese presidente hay que hacer concesiones tan desagradables como indispensables. Esto no es fácil cuando hablamos de un sujeto que jamás atendió al interés nacional venezolano, el que para cumplirle a Castro nos ha endeudado, ha destruido el aparato productivo y está destruyendo la estructura institucional -Fuerza Armada incluida. Pueblos realmente sufridos, como Alemania, Italia, España, Portugal y Chile pasaron por esa prueba de madurez que les permitió reponerse luego de espantosas tragedias. Otros, como Argentina, aún dan traspiés, porque su emotividad no les deja resolver su problema político.
No se trata de evitar una guerra civil. No la habrá, porque los militares, únicos con instrumentos físicos para desatarla, resolverán entre ellos sus diferencias y problemas, el más difícil de los cuales son los narco-generales encabezados por Diosdado Cabello, quienes en Maduro tienen la vacilante pared que les protege de la justicia internacional. No habrá guerra civil, pero tampoco hace falta que la haya para que un país resulte aniquilado. La destrucción del aparato productivo, la ruina de la estructura física y el colapso financiero serán suficientes para que el ciclo revolucionario cierre con una debacle nacional. Esto es lo que, asfixiando la más legítima de todas las cóleras, tenemos el deber de evitar.
Los atracadores que se apoderaron del febrerismo, trágica equivocación que a fines del siglo XX entusiasmó al 90% de los venezolanos, son una minoría que se impuso porque los procesos revolucionarios siempre terminan dominados por inescrupulosos que se montan en ellos para hacer fortuna o, peor, satisfacer monstruosas deformaciones del espíritu. En las revoluciones, la ausencia de normativa lleva al poder canallas que las convierten en maquinarias de violencia y corrupción. Hasta las revoluciones más celebradas de la Historia han terminado en horribles y estériles matanzas. La Francesa, con las guerras napoleónicas, entre las más pomposas, crueles y absurdas de la Historia. La Rusa, con hambrunas que mataron millones y la tiranía paranoica (¿hago una redundancia?) de Stalin, a quien hoy ni los comunistas mencionan sin un escalofrío. Nuestra modesta revolución chavista del 4 de Febrero se convirtió en una orgía plutocrática que a ojos vistas ha destruido al país y lo ha entregado a poderes internacionales que terminarán decidiendo nuestro destino. Se va la tal revolución, dejando la tierra arrasada que nos pone a merced de las grandes potencias.
Estados Unidos y Europa tienen razones para alarmarse por el sesgo que toma el Caso Venezuela, pero sus intereses no se han conciliado para una acción común. Parecía que tardarían en hacerlo. Después de todo, en tanto más exhausta estuviera Venezuela más barata podrían comprarla. Pero les pone prisa el descubrimiento de un enorme bolsón energético en aguas territoriales del Esequibo reclamadas por Venezuela en gestión iniciada por Betancourt y Leoni que Chávez congeló por orden de Fidel Castro. Por eso la OEA y la ONU se han movido, la OEA para sacudir a Maduro y la ONU para forzar entre Venezuela y Guyana un acuerdo donde plantar la base jurídica para la tranquila explotación de los yacimientos esequibos.
La posibilidad de manejar el caso en UNASUR, explicablemente alentada por Europa -en eso anduvo, en estos días, la eficaz señora Merkel-, tiene menos obstáculos que las de la OEA y la ONU. En la OEA estorban los micro-estados caribeños sobornados con petróleo venezolano y en la ONU habrá que entenderse con Rusia y China. En UNASUR, con el peso de Argentina, Brasil, Chile, Perú y Colombia, será relativamente fácil persuadir a Ecuador y Bolivia, cuyas economías dependen de sus vecinos. Hasta podrían estos dos estados impecunes dar santuario a los capos chavistas que lleven para allá sus ahorrillos.
Pero UNASUR no debe ser más que un escenario en el cual se formalice el acuerdo entre el 85% de venezolanos que exige la salida de los saqueadores y el 15% que todavía cree en ellos. El acuerdo a formalizar en una instancia como la de UNASUR o ante un grupo de arbitraje integrado por naciones de peso, debe hacerse entre los venezolanos. Como van desarrollándose los acontecimientos, pareciera que, puertas adentro, la conversación básica será entre la Iglesia y la Fuerza Armada. Alguien protestará la ausencia de los partidos políticos y de la juventud que tiene en jaque al régimen. La respuesta es sencilla: no pueden ser árbitros porque son parte. Somos parte. Más concretamente, somos la parte agraviada.
El domingo pasado, en El Nuevo País, Jurate Rosales, quien no sólo sabe leer sino que le escriben, observó que sin darnos cuenta los venezolanos hemos llegado a las puertas del gran acuerdo nacional que este cronista ha venido solicitando desde que, terminando la década de los ochenta, se hizo visible la tormenta perfecta que está arrasando a Venezuela. Rosales considera posible que por una dinámica natural lleguemos al gran entendimiento que nuestra inexperiencia en sufrimientos nos había impedido aceptar. Ciertamente, el momento es favorable a esas grandes rectificaciones. La Francia que había sido humillada por los nazis una vez triunfadora supo distinguir entre la banda criminal hitleriana y el pueblo alemán. De esa gran reconciliación y con la inteligente protección del gran ganador -Estados Unidos- nació una Europa con elevados estándares de justicia y progreso, que ha soportado crisis como la salvaje guerra de los Balcanes, la milenaria corrupción mediterránea, el brexit insular y otros dislates. Conmovida por la valiente determinación de libertad demostrada por los venezolanos, la humanidad busca la manera de ayudar a lo que ya se conoce como el heroico pueblo de Venezuela. Se comenta con asombro la apasionada tenacidad de los ciudadanos que, teniendo como vanguardia los jóvenes nacidos bajo el actual régimen, mantienen una protesta activa y heroica que por contraste ha permitido conocer la verdadera personalidad de estos sociópatas que nos gobiernan.
El importante sector del febrerismo que no ha abdicado en su concepto de la sociedad y el Estado pero a quien una realidad patente ha desencantado de la revolución, es parte del 85% que rechaza a Maduro. En el 15% restante no hay homogeneidad ni cohesión, de modo que seguirá reduciéndose. Pero, aunque el castro-chavismo se encoja hasta el 7% tradicional de la irreductible izquierda extrema que apoyó a la guerrilla y no quiso ver los crímenes de Castro, seguirá siendo un segmento que no se puede ignorar. Una país para todos es para todos, y todos somos todos.