Esta guerra está terminando de la única manera que ella puede terminar: con la derrota del más débil, que en este caso y contra toda apariencia es el régimen que a Nicolás Maduro toca sepultar. Eso estaba escrito desde que Chávez incurrió en el error estratégico de posicionarse al lado del fundamentalismo islámico, peligro el mayor que la civilización occidental ha enfrentado en los últimos quinientos años. Como para que no quedara duda de su torpeza, el chavismo creyó encontrar en China una alternativa protectora como Cuba la encontró en la URSS hace medio siglo -hoy gana terreno la tesis de que es una fatalidad ineludible el enfrentamiento de Estados Unidos y Europa -incluida Rusia- con el antiguo «peligro amarillo».
Los jefes chavistas apostaron bien temprano a la carta imposible y, tras ese error estratégico de posicionamiento que decide las guerras aún antes de que empiecen, no han desperdiciado ocasión de incurrir en cuanto disparate táctico podía agravar su situación. Su desconocimiento de lo que es importante para la humanidad les ha ayudado a equivocarse una y otra vez. El desconocimiento a la autonomía del Ministerio Público y el asalto a la Asamblea Nacional -para mencionar las que para el momento de escribir esta crónica son las dos últimas barbaridades cometidas por Maduro-, parecen aconsejadas por el más fino anti-chavismo, y sólo podía perpetrarla un equipo de aficionados con una limitada y obsoleta visión de los mecanismos globales de poder, e incluso con ignorancia de que esos mecanismos no sólo existen sino que determinan. «Se metieron a brujos sin conocer de yerbas», hubiera dicho mi abuela barloventeña.
Hubo un momento en que esos mecanismos no sólo engañaron a los torpes operadores chavistas que creyeron poder manipularlos, sino también a la atribulada opinión opositora venezolana. ¿Cómo es posible que el mundo acepte lo que está pasando en Venezuela?, se decía. En lo superficial lo aceptó porque coincidió con una marea de opinión de la cual son ejemplos el gobierno de Zapatero en España y en cierto grado el gobierno demócrata en Estados Unidos: cierta bobaliconería izquierdosa. Esa marea ha pasado y ahora la corriente es contraria. Pero más importante fue la satisfacción de los centros de poder económico occidentales al ver como el país que una vez les amargó la cena con los elevados precios del petróleo mediante ese instrumento de la OPEP, a conciencia se metía en un torbellino político que terminaría debilitándolo y en consecuencia poniéndolo a merced de los países consumidores de energía a quienes entonces imponía condiciones. Por eso las potencias democráticas no tuvieron prisa en identificar la naturaleza totalitaria del chavismo. Esa su capacidad de comprender, que el interés nubló hasta hace pocos años, ahora se ha iluminado con la postración de Venezuela, nación que al colapsar queda a disposición de otras que puedan proveerle de alimentos. El sueño de nación poderosa que movió a Chávez está concluyendo exactamente con el resultado contrario: la pérdida de la soberanía entendida como capacidad para decidir sobre el propio patrimonio.
Pepe Mujica, para mí el cerebro político más claro que América Latina ha tenido después de Rómulo Betancourt, cada vez que habla de Venezuela se lleva las manos a la cabeza para preguntarse cómo pudo el chavismo pretender ampliar soberanía desatendiendo la producción de alimentos. La explicación de tamaño disparate está en la escandalosa impreparación de los más altos dirigentes del movimiento. Responsabilidad especial cabe a los militares de alta graduación adictos al régimen, quienes por precaria que fuera su formación profesional no podían ignorar que un proyecto como el suyo no podía tener éxito sin eso que en su pomposa jerga ellos mismos se llenaban la boca llamándolo «soberanía alimentaria». Oportuna es la hora para aliviar su responsabilidad por la patria humillada.
La agonía será más o menos larga, pero, como toda agonía, terminará con la muerte del sujeto. Episodio inevitable, mas no por ello menos providencial, es la rebelión de quienes en el chavismo nunca estuvieron cómodos con los garrafales errores de una dirección impuesta por Cuba no en función del proyecto febrerista ni del interés venezolano, ni siquiera del cubano, sino de la supervivencia grupal de la buchona oligarquía castrista, un plan que tan bien iba hasta que Trump derrotó a Hillary. Esta rebelión de raíz profunda sale a la superficie con el pronunciamiento de Luisa Ortega Díaz, la Fiscal General cuya inconformidad no era misterio ni siquiera para el aparato represor madurista, el cual desde hace tiempo ha estado pasando al área militar casos que la Fiscalía competente no habría movido a gusto de los opresores. La doctora Ortega ha sabido manejar su posición con dignidad y eficacia, sin desmontar sus convicciones de izquierda ni abjurar del proyecto original febrerista. Simplemente no acepta el desconocimiento de una Constitución que, por cierto, fue promovida y celebrada por Chávez. Muy sensatamente, concede a ese punto una importancia suficiente para integrarse a un acuerdo nacional en defensa de la legalidad fundamental.
La aceptación del chavismo original, radical izquierda democrática, dentro de la comunidad civilizada y responsable, no es una concesión al pasado inmediato sino un reconocimiento a la realidad objetiva. Ese segmento es grande, pero sobre todo hace la pequeña diferencia indispensable para un cambio político incruento que puede resultar insatisfactorio para algunos estrategas del twitter pero es providencial tanto para quienes queremos salvar la vida de los centenares de jóvenes que caerían en la batalla final como para los generales que serían histórica, humana y penalmente culpables por esas muertes.
El ingreso del febrerismo auténtico a la comunidad democrática ahorrará grandes sufrimientos a una patria que ya no debe sufrir más y facilitará la construcción de un país para todos en el campamento minero que nos legaron los libertadores.