Putin consolida eje euroasiático a golpe de petróleo

La cumbre sobre Siria celebrada este miércoles 22 en el balneario ruso de Sochi, supone un punto de inflexión de enorme sentido estratégico y geopolítico para la reconfiguración de Oriente Medio y del espacio euroasiático desde el Cáucaso hasta Asia Central. Curiosamente,  en ese juego también parecen incluirse los venezolanos, bajo el gobierno de Nicolás Maduro.

Por ROBERTO MANSILLA BLANCO

Corresponsal en España

La cumbre sobre Siria de este miércoles en Sochi, Rusia, apunta a un nuevo reacomodo de esferas de influencia, en el que intervienen Rusia, Turquía, Irán, China e incluso India, los cuales observan la estabilidad siria como un imperativo orientado a propiciar nuevas rutas energéticas y de redes económicas, con epicentro en Oriente Medio y el Mar Caspio.

En este juego de intereses, también está incluida la sucesión dinástica en Arabia Saudita, donde EEUU y China parecen acordar puntos de conexión a favor del futuro monarca Mohammad bin Salman. Este eje euroasiático impulsado por Moscú también ha tomado en cuenta a Venezuela, a tenor de la reciente ayuda financiera rusa y de las visitas del presidente Nicolás Maduro a cumbres euroasiáticas en Kazajstán y Turquía.

La cumbre y su resultado

La cumbre de Sochi, auspiciada por el presidente ruso Vladimir Putin, amplía las conversaciones de paz sobre Siria que desde principios de este año vienen realizándose en Astaná (Kazajstán). En estas conversaciones, EEUU y Europa son ausentes de primer nivel, con presencia de algunos observadores, pero de ningún alto cargo político.

Un día antes de la cumbre de Sochi, Putin sostuvo una apretada agenda de conversaciones en el Kremlin. Recibió al presidente sirio Bashar al Asad, lo cual revela no sólo el espaldarazo ruso al régimen sirio sino la recuperación del mismo tras las recientes victorias militares (en especial ante reductos del Estado Islámico), propiciados por la ayuda militar rusa.

Tras Bashar al Asad, Putin estableció conversaciones telefónicas con sus homólogos estadounidense Donald Trump, el chino Xi Jinping, el turco Reccep Tayyip Erdogan e incluso el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu. El objetivo era establecer el consenso necesario para que la cumbre de Sochi sobre el futuro de Siria tuviera éxito.

Un nuevo actor estratégico: el BTK

Además de la estabilidad y el reparto de influencias en Siria, en la cumbre de  Sochi, Putin intenta dar carpetazo a proyectos energéticos de antaño, originados durante la administración de Bill Clinton, y que en la actualidad se observan prácticamente caducos ante las nuevas realidades geopolíticas.

En este sentido, la cumbre de Sochi y el futuro sirio muy probablemente claudicarán el proyecto de redes de oleoductos Bakú-Tbilisi-Ceyhán (BTC) establecido desde mediados de la década de 1990 por la administración Clinton para la distribución de redes de gasoductos y oleoductos desde el Mar Caspio hasta Europa.

Esta red comenzaba en la capital de Azerbaiyán, Bakú, pasando por la capital georgiana Tbilisi y llegando al puerto mediterráneo turco de Ceyhán. El BTC tuvo su ingeniería estratégica de la mano del ex secretario de Estado estadounidense durante la era Reagan, el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinski.

Pero la realidad geopolítica de 2017 es muy distinta. La audaz intervención militar rusa en Siria y el cada vez más evidente debilitamiento de la influencia estadounidense en Oriente Medio han transformado las conexiones y ejes de alianzas regionales.

Hasta el momento, Putin ha logrado confeccionar a favor de Rusia una especie de sustitución de la otrora hegemonía estadounidense en la región. El BTC ya parece más bien un proyecto desfasado, sustituido por una nueva realidad: la conexión férrea Bakú-Tbilisi-Kars (BTK), de clara inspiración ruso-turca, y que cuenta con el total apoyo de los gobiernos de Azerbaiyán, Georgia, Kazajstán y Turkmenistán.

Este proyecto estratégico que enlaza Bakú con Tbilisi y la localidad turca de Kars (al noroeste del país, dentro del histórico Kurdistán turco y próximo a Georgia, Azerbaiyán, Armenia e Irán) implica igualmente la distribución de redes de oleoductos y gasoductos desde el Mar Caspio. Su radio de ampliación es incluso mayor: espera alcanzar las aguas mediterráneas a través de la Anatolia turca y del territorio sirio, así como enlazar rutas económicas que unan al Cáucaso y Asia Central con las provincias de la China Occidental.

Este eje euroasiático que Putin viene diseñando desde 2015 se complementa (e igualmente rivaliza) con las famosas “Rutas de la Seda” que China impulsa en los últimos años no sólo a través de Asia Central sino del Sur de Asia (India y Pakistán) y el Golfo Pérsico (Irán, Qatar, Arabia Saudita). Por tanto, esta nueva realidad geopolítica en esta estratégica región incluye a actores emergentes de elevado nivel como Rusia, Turquía, Irán, China e India.

La nueva geopolítica euroasiática

Por tanto, el BTK aspira a redimensionar geopolíticamente una zona altamente estratégica y conflictiva, como antaño aspiró realizar el ahora denostado BTC. Y para ello busca beneficiarse de los nuevos ejes de alianzas, los cuales han cambiado significativamente con respecto a décadas atrás.

Tanto en el BTC como en el BTK, Turquía es un actor clave. Su reciente orientación geopolítica más pro-euroasiática con Rusia y China, contrasta con la tradicional orientación pro-occidental y atlantista vía OTAN que Ankara tenía hace casi dos décadas.

Por ello, China y Rusia pujan por el ingreso turco en la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), organismo principalmente liderado por Beijing y que junto a la Unión Euroasiática de Putin parecen rivalizar geopolíticamente con Occidente en Asia Central, el Cáucaso e incluso Oriente Medio.

El final de las sanciones occidentales a Irán desde 2016 también ha significado otro punto de inflexión para este proyecto BTK y las Rutas de la Seda chinas. Teherán ha logrado así afianzar una nueva relación con Rusia, Turquía, China e India que le está reportando ganancias económicas y geopolíticas.

Pero los proyectos no se quedan aquí. Turquía impulsa el eje de interconexión del Gasoducto Trans-Anatoliano (TANAP por sus siglas en inglés), orientado a transportar hasta Europa, vía Anatolia turca, el gas natural del Mar Caspio establecido en el campo azerí Shah Deniz-2.

El TANAP es observado como un complemento del eje ferroviario BTK que busca ampliar una ruta energética denominada Corredor del Gas del Sur, que busca conectar los puertos del Sur de China con Europa vía Turquía.

El oleoducto de la paz: IPI

Otro radio de extensión del BTK y del TANAP es el denominado “oleoducto de la paz”, el IPI construido desde mediados de la década de 2000 entre Irán, Pakistán e India.

El IPI vincula el sudeste de Irán con el norte de India y Pakistán a través de la provincia de Balochistán hasta las aguas del Océano Índico a través del puerto paquistaní de Gwadar. Este puerto es un núcleo central del estratégico Corredor Económico China-Pakistán (CPEC).

Las administraciones de Bush y de Obama han intentado infructuosamente dar marcha atrás al proyecto IPI. La actual de Donald Trump no parece decantarse por obstaculizar a un IPI que busca su conexión con el BTK. De hecho, ni siquiera Washington puede ahora alterar los nuevos nudos geopolíticos existentes en la zona, ya que el IPI se ha convertido en un auténtico rival del corredor TAPI (Turkmenistán, Afganistán, Pakistán, India) que atraviesa la conflictiva provincia afgana de Herat.

En mente hay otros proyectos: una ampliación IPI II construido por la estatal petrolera rusa Gazprom y que irá desde Rusia hasta Irán e India. También está evaluándose una conexión férrea desde San Petersburgo (Rusia) hasta el puerto iraní de Chabahar, en el Golfo Pérsico.

Chabahar es un punto neurálgico importante para los intereses indo-iraníes, establecidos en el Corredor de Transporte Norte-Sur (INSTC) que incluye a Irán, India y Rusia junto a otros países del Cáucaso y Asia Central, especialmente Kazajstán y Turkmenistán. El INSTC es una respuesta de Nueva Delhi al proyecto BRI que une Afganistán y Pakistán con Asia Central.

La sucesión saudí

No obstante, la geopolítica que está diseñándose en la región, principalmente a través de la cumbre de Sochi, tiene otro escenario en mente: la anunciada transición monárquica en Arabia Saudita. Y aquí los actores clave son más bien EEUU y China, con Rusia, Turquía e Irán a la expectativa.

Especialmente tras su intervención militar en Siria (2015), Rusia ha logrado fortalecer el “eje chiíta” existente en la región, tradicionalmente liderado por la alianza estratégica de Irán con el régimen sirio. A este eje se incluye el partido islamista libanés Hizbulá. Del mismo modo, un país sunnita como Turquía también ha ingresado en este eje, a través de sus alianzas euroasiáticas vía Rusia e Irán.

Este eje chiíta liderado por Teherán pero capitalizado desde Moscú contrasta con la pérdida de influencia de Washington en Oriente Medio, especialmente tras la guerra de Irak (2003).

Durante décadas, Washington focalizó su política en Oriente Medio en la contención de Irán, en este caso a través del desaparecido régimen de Saddam Hussein en Irak y gracias a su alianza estratégica con Arabia Saudita.

El caos de la posguerra iraquí trastocó estas alianzas. Washington intentó acercarse al eje chiíta de Teherán a través de la mayoritaria comunidad chiíta iraquí, un aspecto que irritó a Arabia Saudita, principal monopolizador del eje sunnita. Hoy, y a través de la sucesión dinástica saudí, Washington busca acercarse de nuevo a este eje sunnita . Y para ello contaría con el beneplácito de China.

El ascenso de Mohammad bin Salman (32 años) puede así anunciar un retorno del eje sunnita que, capitalizado por EEUU y China, puede ampliar su radio de influencia en el Golfo Pérsico e incluso Egipto y el Magreb. Por ello, Beijing y Moscú también observan con atención cuál será el eje de influencia de este eje sunnita.

Dos tercios de los musulmanes que viven en Rusia y China son de afiliación sunnita. Moscú y Beijing tienen conflictos con el yihadismo integrista, particularmente a través de las redes de Al Qaeda, del Estado Islámico y los talibanes en el Cáucaso y Asia Central, así como de los uigures musulmanes de la provincia china de Xinjiang. Todos ellos tuvieron de algún modo sus orígenes en el apoyo de este eje sunnita vía Arabia Saudita y Pakistán, en conflictos de antaño como la guerra de Afganistán de la década de 1980.

Por tanto, EEUU, China y Rusia observan con atención en qué medida Mohhamed bin Salmán podrá ahora desarticular y reordenar estos incómodos apoyos otorgados al integrismo yihadista sunnita, sin que afecte los intereses de estos países.

Dentro de la hierática estructura de poder monárquica, Mohammed bin Salman no sólo es el heredero al trono sino que también es asistente del primer ministro, presidente del Consejo para Asuntos de Economía y Desarrollo y ministro de Defensa del reino saudita. Todos ellos cargos que elevan su perfil dentro de la estructura de poder saudita, con sus implicaciones para la geopolítica regional.

No obstante, existen otros intereses geopolíticos que pueden dificultar estas expectativas. Turquía busca convertirse igualmente en un líder del mundo sunnita, expandiendo la idea de una especie de nueva Califato “post-moderno” con Erdogan al mando. Por su parte, el emergente ascenso iraní también intuye para Teherán sus aspiraciones de liderar al mundo chiíta y sus ejes geopolíticos.

Cómo entra Maduro

Por inverosímil que parezca, Nicolás Maduro también parece tener presencia colateral en estos cambios de la balanza de poder y de ejes geopolíticos que se están estableciendo en la actualidad. En este terreno, la mano del Kremlin es evidente.

Entre septiembre y octubre de 2017, Maduro viajó a Kazajstán, Rusia, Bielorrusia y Turquía para participar en diversas cumbres y reuniones que revelan la concreción de intereses venezolanos con Rusia, China, Turquía e incluso India.

Esto también se ha evidenciado ante la reciente decisión de Maduro (septiembre de 2017) de sustituir al dólar como sistema de pago a favor de una canasta de monedas integrada por el yuan chino, el rublo ruso, la rupia india e incluso el euro. Moscú también se ha convertido en el salvavidas financiero de Maduro, incluso sustituyendo a China en este apartado.

Para completar la ayuda, Rusia envió a Venezuela en agosto pasado unas 30.500 toneladas de trigo desde el puerto de Novorossiysk, uno de los principales puertos rusos en el Mar Negro, ubicado al suroeste de Rusia, cercano a Sochi. Es la primera vez que Moscú exporta trigo a un país latinoamericano.

Este contexto podría definir una estrategia geopolítica de acercamiento de Caracas al eje euroasiático que diseña el Kremlin. Para Putin, estos acercamientos traducen expectativas de jugar sus cartas geopolíticas en el tradicional “patio trasero” estadounidense en América Latina, con Venezuela como epicentro. Una reproducción a la inversa de lo que ha venido realizando Washington dentro de la periferia rusa ex soviética en los últimos años, especialmente en Ucrania.