La carnicería de El Junquito es para Venezuela la hora de la verdad, es el momento en que cada uno decide si sigue acompañando a este gobierno, o se desliga de él.
Allí ya no vale ninguna caja Clap para comprar conciencias, porque el horror creado por el asesinato con un tiro en la cabeza de un grupo de venezolanos que nunca han matado a nadie y sólo exigían un país libre y justo, supera cualquier otra consideración. Temo que en la Historia de Venezuela, así como hubo un “antes y después” tras la batalla de Carabobo, habrá a la larga un “antes y después” de la carnicería de El Junquito. Con esa matanza, a quien mató Nicolás Maduro, fue a la revolución bolivariana como idea rectora de un proyecto político.
Es tanta la inconsciencia del actual gobierno, que hasta en las demoras que impuso en su intento de impedir la cristiana sepultura de las víctimas, se acercó como si fuera intencionalmente a la fecha simbólica de un 23 de enero – otro “antes y después” en la Historia de Venezuela.
Lo que ya es un hecho incontrovertible, es que la población venezolana tiene ahora la imagen de un rostro que de ahora en adelante simbolizará la vocación democrática de la nación, ocupará el sitial del héroe sin mancha y lo convertirá en leyenda.
Lo interesante es que todo político, todo mandatario sueña siempre quedar en la memoria de su nación como el héroe salvador, cuando por lo general, las necesidades de gobierno lo obligan a doblegarse ante realidades que llevan a convenios, entendimientos y en algunos casos las circunstancias lo empujan a incurrir en errores o hasta crímenes que luego mancharán su recuerdo. Los que quedan como héroes impolutos, son los que mueren temprano, antes de asumir el camino del poder y ceder a sus exigencias. Cada país tiene a su héroe que llena las condiciones de un luchador decidido y sin mancha. Venezuela tenía a Antonio Ricaurte, también a Antonio José de Sucre. Se les une ahora otra figura simbólica, la de Óscar Pérez acompañado en la imaginación popular de una larga cohorte de jóvenes valientes y desarmados, asesinados por el régimen en el 2016, 2017 e iniciando el 2018 con las siete víctimas de El Junquito. La única mujer de ese primer holocausto del año, Lisbeth Andreina Ramírez, tachirense, igualmente quedará como un símbolo de la mujer libertadora.
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Contrariamente a la lógica del desalmado quehacer político, e incluso sin ninguna diferencia entre las naciones supuestamente “adelantadas” y las tales “primitivas”, el héroe libertador es una necesidad nacional en todas partes y permanece como una imagen eterna, sobre todo si muere joven. ¿Cuándo fue que murió en la hoguera la “doncella” Juana de Arco? Pues fue en el año 1431. Ya pasaron seis siglos de esa fecha, pero sigue ella siendo una heroína nacional para todo francés desde entonces. Es más: cuando no hay un héroe histórico, los pueblos inventan a uno de leyenda, que quizás nunca existió en la vida real, pero sirve de muy necesaria inspiración para cohesionar la unidad nacional. Ejemplo el tal Robin Hood, que hasta el día de hoy, tiene su imagen ligada a Inglaterra y hasta se internacionalizó al asumir un rol del personaje que alimenta al pobre. Lo inventó el escritor Walter Scott en 1820, como un justiciero que supuestamente vivió en el siglo XII. Tanta es la necesidad para cada nación de tener a su héroe incapaz de la más mínima cobardía o delito, que cuando no lo hay, lo inventan por tratarse de un anhelo humano, universal.
Es entonces cuando pasamos a lo eterno y a lo más importante: esos símbolos son el elemento necesario para crear en su alrededor a la unidad nacional, sin la cual ninguna nación es capaz de desempeñarse con – siquiera mediano – grado de éxito. Al convertir a Óscar Pérez en un símbolo de la resistencia ante una dictadura, el gobierno de Nicolás Maduro, sin quererlo, le brindó una eterna presencia e increíblemente, el mismo gobierno se empeñó en acumular, uno tras otro, los gestos destinados a fijar la imagen de Óscar Pérez, como la de un salvador.
Es que en el caso de los siete resistentes asesinados en El Junquito, ha sido tanta la cobardía de los asesinos, que ni siquiera se atrevieron a permitir un velorio y trataron de enterrar las víctimas a escondidas, sin dejar que los deudos y la multitud rodeen los ataúdes a la hora del entierro. O sea que el gobierno de Maduro hizo hasta en eso, absolutamente todo para convertir el caso en un emblema de la crueldad por parte de un régimen que trata de esconder su culpa a los venezolanos y – en este caso escandalosamente – al mundo civilizado. Como broche final de perversión política, al cierre de escribir esta columna, los restos de Óscar Pérez deben causar tanto pánico, que todavía no aparecen. Imagino la repercusión que desde ahora, tendrá el hecho de haber intentado evitar un entierro normal.
Para terminar ese doloroso análisis, reitero que la matanza de El Junquito ya entró como una página que abre un nuevo capítulo en la Historia contemporánea no sólo de Venezuela, sino del subcontinente americano, porque será recordada como el campanazo fúnebre de una revolución que nunca llegó a serlo.