Esta columna del exministro de Interior peruano, Carlos Basombrío muestra la firme posición de Perú, cuyo presidente y su Cancillería vienen teniendo un rol activo para resolver la crisis en Venezuela.
Por Carlos Basombrío
Hace dos décadas Venezuela era uno de los países latinoamericanos con mejores niveles de vida y con una democracia mediocre, teñida por problemas de corrupción y grandes desigualdades. (Las dos últimas, realidades compartidas con casi toda la región, entonces y ahora).
Hoy es un país en ruinas. Todas las plagas han caído sobre ella. Las que más conmueven recientemente: el hambre y la violencia estatal.
Impacta ver escenas de militares escarbando en la basura para ver si encuentran algo de comer; o a un vendedor de plátanos rodeado de una turba que busca quitárselos; o a mujeres embarazadas, muertas en medio de tiroteos que estallan contra gente que busca comida.
Venezuela, además, se ha vuelto un país donde la vida no vale nada. La delincuencia llega a niveles inusitados. Hoy el país tiene la tasa de homicidios más alta de América Latina. En el 2017 esta llegó a 89 por cada 100.000 habitantes (en Perú fue de 7 por cada 100.000). De los 26.000 homicidios que se registró en 2017, más de 5.000 se atribuyen a la fuerzas de seguridad.
Esto ocurre con un gobierno autoritario, con instituciones controladas por el chavismo, elecciones amañadas, sin libertad de prensa, con control militar de muchas actividades, así como una corrupción galopante.
La comunidad internacional ha ido girando desde los cuestionamientos de diverso calibre al aislamiento y las sanciones económicas. América Latina ha pasado a la abierta condena (con las notorias excepciones de Bolivia y Nicaragua).
Una transición pacífica y ordenada para el restablecimiento de la democracia, así como la canalización de ayuda humanitaria, y ayuda internacional para recuperar la destruida economía son las urgencias más grandes. Ello debiera venir acompañado del establecimiento de responsabilidades y sanciones a los responsables de esta tragedia.
Perú viene teniendo un papel positivo y de liderazgo en la crisis venezolana. El presidente Kuczynski ha sido muy enfático en la necesidad de trabajar por esos objetivos. Me consta, también, la inteligencia que tiene nuestra cancillería para convertir esos lineamientos en acciones útiles y eficaces. El Grupo de Lima fue una exitosa iniciativa de Torre Tagle que reunió a los cancilleres de la región para tener una posición común, que viene cumpliendo un rol muy importante.
Esta semana el grupo se pronunció con claridad, en su cuarta reunión en Santiago de Chile, ante el sorpresivo anuncio de la Asamblea Constituyente -impuesta por el régimen para quitar poder a la Asamblea Nacional- de que las elecciones presidenciales se harán antes de terminar abril, y que Maduro será el candidato del gobierno. Al respecto, el Grupo de Lima es enfático al señalar que “esta decisión imposibilita la realización de elecciones presidenciales democráticas, transparentes y creíbles, conforme a estándares internacionales, y contradice los principios democráticos y de buena fe para el diálogo entre el Gobierno y la oposición”.
La nueva maniobra de los dictadores de Venezuela ratifica el entrampamiento de la situación política en ese país. Y eso es lo peor de la actualidad venezolana: parece no tener salida rápida, ni fácil.
En Venezuela la oposición es mayoritaria, pero no logra articular estrategias que permitan el fin del régimen. Ello ha creado explicables divisiones internas sobre cuál es la mejor forma de acabar con la pesadilla.
La nueva situación abre un escenario de incertidumbre que, dada la tensión y gravedad de los problemas, llevaría a un estallido de violencia y mayor represión.
En ese contexto, es imperativo que nuestra cancillería haga saber a Maduro de inmediato que no es bienvenido a la Cumbre de las Américas que tendrá lugar en Lima en abril.