Como un típico engendro del comunismo soviético, el presidente de Rusia ha emprendido una guerra sucia contra las democracias del mundo a las que odia y quiere destruir, sostiene el periodista Daniel Morcate.
Por DANIEL MORCATE
Terminó el “suspenso” y en Rusia se reeligió por otros seis años Putin, al término de los cuales cumplirá tres décadas en el poder. El despiadado autócrata encabeza una ola de matonismo nacional e internacional que reedita la historia de brutalidad política que caracteriza a los gobernantes de su país. Internamente se traduce en la persecución sistemática de sus opositores y en la promoción de ideas chauvinistas y xenófobas. En el exterior deriva en el asesinato de opositores que han buscado asilo en la cruenta reconquista de territorios como Crimea y en una temeraria guerra cibernética que desestabiliza las democracias occidentales a las que odia sin límites y aspira a destruir.
La semana pasada supimos que el nuevo Genghis Khan del Kremlin hirió gravemente al exespía ruso Sergei Skrypal y a su hija Yulia, en un atentado con el agente novichok y que quizá asesinó al empresario opositor Nikolai Glushkov en el Reino Unido, donde los tres se refugiaron. Supimos que por meses atacó las redes de computadoras que brindan servicios básicos a los estadounidenses (energía nuclear y eléctrica, agua y fábricas de manufactura). Hizo ataques similares a nuestra red de hospitales que paralizaron una semana el sistema de archivar datos de pacientes. Sabíamos que, desde 2015, interfirió en el proceso electoral de EEUU para sembrar confusión y evitar la elección de Hillary Clinton y facilitar la de Trump.
La debilidad de las democracias occidentales en parte explican la desfachatez con que Putin hace atentados que son acciones de guerra no declarada. En 2006 asesinó con polonio en Inglaterra al exagente de la FBS Alexander Litvikenco. Los gobiernos de Tony Blair y Cameron Brown respondieron solo expulsando a diplomáticos rusos y exigiendo la extradición del asesino, que Moscú nunca concedió. Obama ingenuamente adoptó una política de reset de relaciones con los rusos mientras Putin atacaba nuestro país y se expandía militarmente por Ucrania, Crimea y Siria. En 2010, el FBI desmanteló una red de 10 espías rusos que operaron por años en EEUU.
En respuesta a las nuevas agresiones de Putin, Gran Bretaña expulsó a 23 agentes de inteligencia rusos. El gobierno de Trump tardíamente aplicó sanciones adoptadas por el Congreso en 2017 contra 19 ciudadanos y entidades de Rusia cuyas actividades ilegales detalló Robert Mueller, quien investiga la trama rusa. Putin y los oligarcas que lo rodean traman sus fechorías en Rusia. Invierten el dinero saqueado en Occidente, especialmente en EEUU y Gran Bretaña. Por eso sería efectivo confiscarles dineros y bienes. Parte de esa fortuna ilegal la invirtieron en Florida.
La agresividad criminal de Putin y la débil respuesta occidental hicieron temblar a las nuevas democracias de Europa del Este, que conocen las consecuencias de mostrarle debilidad al Kremlin. Los ataques de Putin en el Reino Unido son un desafío a Europa y así deberían tratarse. Los demócratas europeos deben coordinar una respuesta contundente, preferiblemente con EEUU, aunque sea difícil en las condiciones actuales. Trump parece demasiado comprometido con Putin para enfrentársele y es improbable que el Congreso, liderado por republicanos que rehúsan encarar a Trump, adopte medidas severas contra el Kremlin. Pero es evidente que el cruzarse de brazos solo alimentará la voracidad criminal del zar ruso.