“Quien no es capaz de cambiar de opinión no es capaz de cambiar nada”, es una frase que se atribuye a Churchill en «Las horas más oscuras».
La biografía de Winston Churchill es una escuela de modestia, no precisamente por él que fue proverbialmente inmodesto, sino porque es tal la magnitud y la diversidad de los empeños en su vida larga y rica que resulta imposible no compararlo con lo magro de nuestras realizaciones de seres comunes y corrientes. Uno cree que puede conocer y comprender al personaje cuando se acerca a una obra que lo pinta, pero resulta que ha sido caracterizado por sesenta actores, que su obra escrita está recogida en setenta y dos volúmenes de cuarenta y tres títulos, y que se calculan en más de dos mil los libros que tratan de su figura.
La cinta que llena las salas de Caracas es un gran drama y una notabilísima actuación de Gary Oldman, quizás le gane el Oscar de la Academia, también una joya como producción de época. Pero, como es lógico comprender, es una obra de ficción poblada de imprecisiones históricas, en cuanto a su relación con el rey Jorge o el retrato de su rival y compañero Neville Chamberlain o el episodio central de la trama, la crisis en su gabinete a propósito de negociar o no con los nazis, acerca de la cual lo mejor que he leído está en los libros de Boris Johnson y Gretchen Rubin. Quizás lo más resaltante es que la resolución británica, admirable ante el peligro, tardó en llegar. Las posiciones políticas apaciguadoras eran populares, como temida y rechazada la guerra. Muy natural después del enorme sacrificio para el pueblo que había significado la conflagración de 1914-18, a raíz de la cual trescientos mil niños británicos nunca vieron a sus padres y ciento sesenta mil esposas nunca volvieron a saber de sus maridos. Y en las clases altas, al régimen alemán se le veía como una contención a la amenaza comunista desde Rusia.
Entre 1932 y 1940 Churchill fue un político solitario. Sus equivocaciones sobre el patrón oro, la India y la abdicación de Eduardo VIII, así como costosas decisiones en la I Guerra lo hicieron impopular y contribuyeron a que aunque viera con claridad la naturaleza terrible del nazismo, prácticamente nadie lo escuchara.
Entre Churchill y Chamberlain había una rivalidad natural y, puede decirse, dinástica. No obstante sus diferencias fueron capaces de servir lealmente bajo el otro en sus respectivos gabinetes. Churchill podía ser intransigente, y no siempre le fue ventajoso, pero también negoció. Lo hizo con Stalin para la guerra y luego de ella, con todos los partidos de su país y en los mismos días de la crisis que relata la película, lo intentó con Mussolini.
¿Quiere decir que no tiene Churchill lecciones para nosotros hoy? Todo lo contrario. No temió la impopularidad, supo liderar a su pueblo ante la adversidad y sacar de él la mejor energía, defendió las instituciones y, sobre todo, tuvo la grandeza de nunca caer en la mezquindad ni ceder ante la pequeñez.