Stephen Hawking y mi madre, quienes murieron de esclerosis lateral amiotrófica, entendieron que “alguien” les regaló vida

Stephen Hawking y mi madre, quienes murieron de esclerosis lateral amiotrófica, entendieron que “alguien” les regaló vida. La distancia entre el universo de Hawking y el de mi mamá son siderales, pero ambos creyeron que debe haber una razón más allá de las estrellas.

Por RICARDO TROTTI

El mundo perdió a un grande y yo a una referencia. Nunca estuve muy atento a sus predicciones celestiales sobre si la Humanidad se extinguirá en 600 años, si Dios fue quien apretó el botón del Big Bang o si lograría conciliar la relatividad de Einstein con la energía cuántica de los agujeros negros.

Mi referencia con Stephen Hawking siempre fue más terrenal; más empática con su sufrimiento que con sus descubrimientos. Murió por la misma enfermedad incurable que sufrió mi mamá, esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una dolencia degenerativa del sistema nervioso.

Hawking fue inspiración y esperanza. Popularizó la ciencia como Carl Sagan y por su intelecto compartió pedestal con Einstein, Newton, Galileo, Pitágoras y otros científicos que hicieron historia. También fue esperanza para millones de personas a las que les pronostican que sus vidas se apagarán en dos años o en un par más. Misteriosamente, como el Universo, Hawking sobrevivió más de 50 con la enfermedad.

El diagnóstico a mi mamá también fue de dos años, pero vivió cinco. No por ello la enfermedad fue menos cruel. Como un agujero negro, el ELA le fue consumiendo cada signo vital. La dolencia no sería tan brutal si no fuera que los pacientes tienen lucidez hasta el último soplo de vida. Los pulmones colapsan tras una parálisis que empieza por los músculos, se extiende por el tronco y se apodera de las cuerdas vocales y los párpados.

Tal era la claridad mental de mi mamá, que ya postrada, desde que su cuerpo perdió la robustez para estar en silla de ruedas, con un movimiento insistente de ojos le advertía a mi papá que debía llamar a Miami o Madrid para saludar a uno de sus seis nietos en su cumpleaños. Tuvo lucidez hasta un 10 de abril, cuando sus pulmones colapsaron. Me fue difícil soportar al ELA en la distancia. Cada visita a su casa era una tortura al ver cómo la vida de una persona enérgica se desvanecía sin esperanza.

El golpe mayor lo sufrí cuando tuve que acudir a un neurólogo en el Hospital Palmetto de Miami para descifrar el diagnóstico que los médicos no le habían querido comunicar a mis padres. Después de contarle que ni médicos ni curanderos habían acertado con los remedios para aliviar el entumecimiento de sus piernas, el neurólogo abrió el sobre, ojeó y me dijo: “aquí está”. Señaló las siglas ELA escondidas en el segundo párrafo, y sentenció: “Su madre tiene Lou Gehrig… le quedan dos años de vida”.

Sentí un baldazo de agua helada sobre mi cabeza como el que se hizo viral en 2014 para crear conciencia sobre el ELA. Debe haber sido la misma sensación que sintió mi mamá cuando mi papá le dio la noticia y el aturdimiento helado que sintió Hawking cuando el médico le vaticinó dos años de vida y “una derrota fuerte”. Entonces, Hawking tenía 21 años y el mundo en sus manos: primera novia, nueva universidad y una vida por delante para estudiar “el matrimonio entre el espacio y el tiempo”.

Desde aquel anuncio, hasta sus 76 años, Hawking entendió que “alguien” le regaló vida. Obviamente las distancias entre el universo de Hawking y el de mi mamá son siderales, pero confluyen en un agujero negro común. Ambos creyeron que debe haber vida o una razón más allá de las estrellas.

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