A dónde va Díaz-Canel

* El elegido de los Castro tiene un mandato sublime que le gustará cumplir, el de culminar con Occidente un arreglo -el que ellos no pudieron cuajar- que permita a los hijos y nietos de la cleptocracia revolucionaria disfrutar de lo pillado por sus padres y abuelos.

         Hace muchos años, diciembre de 1973, en una fiesta que Gustavo Jaén daba para celebrar el triunfo de Carlos Andrés Pérez, Gonzalo Barrios me dijo algo que regresó a mi memoria veinte años después, cuando Hugo Chávez, en trance de iluminado, me reveló sus sueños de poder. «No veo al comunismo tomando el poder en Venezuela, a lo que sí le tengo miedo es al fascismo», me había dicho Gonzalo. Y por ahí siguió describiéndome un proceso al cual se parece mucho lo ocurrido en Venezuela a partir de aquella euforia de los años setenta. Ideas que se manejan en un libro («Fascismo») de Madeleine Albright, que apenas empieza a circular y ya lo han trivializado convirtiéndolo en pieza anti-Trump, cuando se refiere a algo mucho más amplio  e inmensamente más grave.

         El fascismo tiene una dimensión mágica que por irracional dificulta su definición y por eso mismo facilita su expansión en las sociedades humanas, cuya racionalidad es sólo aparente -el humano puede pensar, pero pocas veces puede hacerlo racionalmente, sobre todo cuando se le considera en conjunto.   Los líderes fascistas son animales de olfato privilegiado que perciben esa y otras debilidades morales del interlocutor. No debe extrañar que su conducta se fundamente en un explicable desprecio a sus semejantes. La Historia enseña que en ese aspecto han tenido razón. ¿Acaso no fueron los peronistas, mayoría de los argentinos, fieles a Isabel Martínez, la trabajadora sexual que Perón reclutó en un cabaret portuario para que le hiciera la compañía pasiva correspondiente a un asexuado para quien la mujer sólo fue un complemento político? Hitler llevó Alemania a la ruina, matizada con la humillación máxima de que sus mujeres fueran violadas por la horda soviética, para concluir mandando al frente a los pre-adolescentes con la tesis de que debía morir hasta el último de los alemanes, de quienes al final de su vida dijo eran un pueblo indigno de sobrevivir, ya que habían sido incapaces de ganar la guerra.

         El comportamiento de Fidel Castro, Hugo Chávez y Nicolás Maduro, líderes típicamente fascistas, prueba que la felicidad de sus compatriotas no les fue tan importante como el personal disfrute del poder total. Cubanos y venezolanos mueren de hambre. ¿Y qué? El alto mando chavista es una galería de obesos comenzando por los jefes, Nicolás y Diosdado. En cuanto a Díaz-Canel, el burócrata sucesor de los Castro, en guayabera parece una nevera.

         En ese robusto burócrata los adversarios del castrochavismo depositan una más o menos secreta, más bien reticente, esperanza de cambio. No debemos adelantarnos a sentenciar que esa esperanza es inútil como la de la canción (…»Triste desconsuelo…»).  El elegido de Raúl inicia su mandato con las expresiones de sumisión y lealtad que forman parte del rito sucesoral y que por tanto no quieren decir absolutamente nada. Si revisamos la estadística, no hay o es muy raro el sucesor que no haya traicionado la lealtad jurada a quien le transfirió el poder. Eso nunca impidió que le aplicara la patada histórica. Siempre ha sido así y la gente lo da por natural. Gómez le capó los gatos a Castro hasta ganar su confianza para que lo dejara en el mando cuando se fue a curar la próstata a Alemania. López Contreras presentó minuciosas cuentas a Gómez para que lo mantuviera como ministro de Guerra y Marina, así confiándole los fusiles con los cuales se impuso a la familia del muerto.  Medina, que a López le debía hasta el modo de andar, apenas éste le cedió el mando le quitó el saludo a él y a todos sus amigos. Más recientemente, C.A. Pérez se solazó humillando al mismo Betancourt a quien siempre le había cargado el maletín, y Eduardo Fernández se mofó del mismo  Rafael Caldera a quien, en competencia con Oswaldo Álvarez Paz, hasta el horrible incidente del Poliedro se había esmerado en imitar. ¿Por qué ha de ser Díaz-Canel una excepción? Ni que cubanos y venezolanos fuéramos tan distintos.

         Por lo demás, el cambio en Cuba lo empezó Raúl. Tenía listo el acuerdo con Obama, pero el Congreso de Partido Comunista Cubano se lo echó para atrás. Dos mil viejos congresistas, padrote cada uno en su lar, bocharon el proyecto con agrios reclamos a Raúl. Para éste y para la cúpula habanera -el sanedrín de Raúl y demás-, la negociación con el capitalismo permitiría la mimetización de sus enormes fortunas en el conjunto de las inversiones que entrarían a la isla. Pero para los caudillos interioranos, ricos de pueblo, lo planteado era un debilitamiento político que los pondría en manos de la enconada jauría de vecinos a cuya costa habían hecho sus dinerillos. Ese Congreso del PCC, en octubre del año pasado si mal no recuerdo, simplemente rechazó el proyecto de cambio. Raúl no insistió sino que acudió a su plan B: poner a Díaz-Canel pero reservándose la jefatura del partido y su influencia sobre las fuerzas armadas.

         Díaz-Canel, con apenas 57 años, sólo tiene que esperar a que extinga la generación de octogenarios avanzados, todos rigurosamente blancos y de cercana ascendencia española, que conforman la oligarquía cubana -como regla estrictamente observada, en el alto nivel del castrismo no se admiten negros. Eso ocurrirá en menos de cinco años, tras lo cual la generación de Díaz-Canel, que la vieja oligarquía ha usado como funcionariado protector de sus riquezas, ejecutará el cambio democrático no por la democracia misma, sino para hacerse con las riquezas que la vieja guardia no haya podido exportar. Es lo que Maduro, heredero de Chávez, quiere hacer, pero los gringos consideran más práctico tumbarlo y sobre la tierra arrasada construir un Chile con petróleo. Hasta es posible que por allí venga el cambio.