Quim Torra o el ruido de la España paleta

Por Alberto D. Prieto

MADRID.- El pasado jueves, Rafa Nadal batía un récord mundial —uno más— en la pista Manolo Santana de la Caja Mágica, que acoge el Mutua Madrid Open, uno de los torneos de tenis más prestigiosos del mundo sólo detrás de los cuatro Grand Slam. La grada se rompía las manos a aplaudir, la satisfacción del protagonista era orgullo de sus conciudadanos: es sin duda el mejor deportista español de todos los tiempos. Y eso que compite con Iniesta, Indurain, Gasol, Ángel Nieto… y con Manolo Santana. El hombre que le da nombre a la pista, el director del torneo, el pionero del tenis español. Aquél que, cuando aquí seguíamos rodando aros con una vara, ganaba el Open de EEUU, Roland Garros y Wimbledon.

En los primeros años 60 no había internet, redes sociales, 40 canales de TV, no hablábamos idiomas. Y eso de que un muchacho español se encaramara al podio de los mejores del planeta, suponía algo parecido a la magia. Y precisamente el día en que Nadal se convertía en el tenista que más sets seguidos ha ganado en la historia sobre una misma superficie, 50, era el cumpleaños de Santana.

Con la misma cara que tenía de joven, salió un viejito elegante a la pista, lleno de merecido reconocimiento por un una afición entregada por su condición de gloria española. Y los aplausos atronaron el recinto más que lo habían hecho tras la victoria de Rafa que, sin pasar por la ducha, se sumaba al homenaje junto a una enorme tarta de cumpleaños y a un invitado que, cómo no, traía un regalo. Era Emilio Butragueño, estrella del Real Madrid en los 80 y hoy director de Relaciones Institucionales del club 12 veces campeón de Europa, otra de las instituciones que han paseado la bandera rojigualda por el mundo.

El tenis es un juego de caballeros. El ganador abraza al derrotado, el perdedor reconoce a su rival, la afición aplaude a ambos, nunca hay enganchones. Mueve masas, miles de millones de euros, reúne a la gente ante la tele, para países… y nunca hay altercados. Pero esta vez parte de la grada pitó a Butragueño, y abucheó la camiseta del Real Madrid con el nombre de Manolo Santana y el 80 de sus años a la espalda. Àlex Corretja, otro grande del tenis español en el cambio de siglo, hoy comentarista y aquel día maestro de la ceremonia, puso las cosas en su sitio: “¡Por favor, un respeto!”, espetó tan sorprendido con la escena como yo. Y la grada se calló.

Eso pasó el jueves. Al día siguiente, mi mosqueo con esta España paleta se confirmó. Rafa Nadal caía derrotado en los cuartos de final ante Dominic Thiem, un joven tenista austriaco que le pegó una paliza sin opción: 7-5, 6-3 y a otra cosa. El ganador abrazó al derrotado, el perdedor reconoció a su rival, la afición aplaudió a ambos, y Corretja entrevistó a Thiem ante la satisfacción del público por el gran partido que acababan de ver. Nadie pitó al advenedizo que había profanado al ídolo. Es tenis, un juego de caballeros.

¿Qué había cambiado de un día al otro? Era el mismo público, el mismo dios de la pista, el mismo estadio Manolo Santana. Lo distinto eran los contextos: hemos aprendido que al tenis se va a disfrutar, al fútbol nos han enseñado a ir una pelea de tribus.

Porque no hay nada más poderoso que manejar las entrañas, las emociones de una masa, y arrojarlas como granadas de mano contra el de enfrente. Por eso el Barça fue siempre “más que un club”, se politizó durante la dictadura de Franco, su bandera se enarboló con más altura incluso que la ‘senyera’ catalana y, en todos estos años de separatismo, se han poblado sus gradas —con la connivencia de las sucesivas directivas del club— de mensajes separatistas y antiespañoles.

Porque la política, como el fútbol, es la guerra con otras armas: destrozar al rival. No hay un sólo mitin electoral en el que un candidato proponga su programa, lo desglose y lo explique con calma y detalle. Antes al contrario, enardece a sus masas machacando las debilidades de los rivales, se satisface en la gloria gutural de sus seguidores cuando insulta al enemigo.

En el Bernabéu hace unos años se recibía al Barcelona al son de “no son españoles, son hijos de puta”, una curiosa manera de estar en contra del separatismo catalán. En el Camp Nou, hoy se grita “¡Independencia!” en el minuto 17:14, que coincide con el año de un falso mito nacionalista: una guerra de sucesión que los indepes han convertido en secesión, reinventándose la historia al calor del puchero populista antiespañol que les da réditos.

Porque aún quedaba lo peor para el viernes. Mientras el fugado ex president Carles Puigdemont ungía con sus óleos divinos a un nuevo mesías, el xenófobo y supremacista Quim Torra, para que le guarde el sillón en la Generalitat, salió una encuesta del Centro de Estudios de Opinión de Cataluña: si se repitieran —una vez más, y van…— las elecciones autonómicas, los independentistas mantendrían una minoría de votos pero una mayoría de diputados. Es más, los antisistema, okupas y secesionistas radicales de la CUP duplicarían su representación en la Cámara regional.

Todo después de ya seis años de huida hacia ninguna parte, habiendo visto cómo más de 3.000 empresas —entre ellas, las más ricas— abandonan el territorio —social y fiscalmente—, tras experimentar la caída del empleo en el sector servicios por la atonía económica. Pero el ruido sigue gobernando, y el nuevo candidato Torra luce como mayor mérito para haber sido puesto ante las candilejas del escenario que fue el mejor mamporrero desde las bambalinas de la bronca, los referéndums ilegales y las tortas con la Guardia Civil. Además de unos tuits de añeja solera calificando a los españoles de “fascistas”, “aniquiladores”, “ocupantes”, “locos” o “inmorales”.

Uno comprendería que le molestara Santana —que ganó Wimbledon con la camiseta del Madrid en el 1966 de su sexta Copa de Europa—. Pero es que ni el catalanoparlante Nadal ni Pau Gasol, nacido en Sant Boi (Barcelona), le parecen bien al guardamuebles de Puigdemont. Al enfadadísimo nuevo líder Quim Torra le pasa que al mirarse en el espejo ve las características del clásico español: futbolero, faltón y ruidoso. Como todos los independentistas, por cierto. Y como destaca en lo paleto, lo ponen su sitio.

Alberto D. Prieto es Corresponsal Internacional de OKDIARIO.