Por Graciela Requena
MIAMI.- Me encantó la boda del príncipe inglés con la plebeya estadounidense, un acontecimiento que acaparó la atención hasta de los indiferentes. ¿A que sí? Una boda real británica es algo más que un cuento de hadas, es la realidad de un añejo sistema de gobierno que parece gustarle a sus súbditos.
El Reino Unido de Gran Bretaña es un país soberano e insular donde impera una monarquía constitucional parlamentaria con una reina, Isabel II, reina de dieciséis estados que forman parte de la Mancomunidad Internacional, siendo, además, cabeza de la Iglesia anglicana.
Resulta que el novio, Harry, es el nieto de la reina, el hijo menor del Príncipe de Gales y la fallecida princesa Diana.
El joven se enamoró perdidamente de una actriz norteamericana, de la alfombra roja hollywoodense y, para más inri, divorciada. Y, contra cetro y corona, el atractivo príncipe impuso su voluntad.
Se casaron esta mañana.
En la primavera de mayo, y en la Capilla de San Jorge del Castillo de Windsor (que está a hora y pico de Londres), se efectuó la “sencilla” boda real que, aunque costosa, costó mucho menos que lo que habría costado una boda de protocolo de Estado, con invitados de las casas reales europeas y jefes de Estado del mundo. La boda fue costeada en parte por la abuela del novio, y en parte por los impuestos pechados a los súbditos del reino, a quienes les encanta este tipo de ceremonias y todo evento social en torno a su amada Reina Isabel II.
Un infarto y tres stents
Meghan, descendió del automóvil con un vestido blanco con escote de barco, mangas tres cuartos, sin ningún adorno (salvo el encaje del velo), de líneas limpias y elegantes, que reflejaban su característico estilo minimalista, diseñado por Clare Waight Keller, diseñadora creativa de Givenchy. La tiara Filigree de la Reina Mary (préstamo de la reina Isabel II), realzaba el sencillo diseño. Preciosa.
Meghan caminó sola desde que descendió del espectacular Rolls Royce color vino tinto, propiedad de su suegra. Subió, no sin cierta dificultad, la empinada escalinata de la Capilla de San Jorge, apoyándose en un cortejo de niños demasiados pequeños para tales menesteres (entre otros, los bebés de los Duques de Cambridge), enredados los chiquillos entre sostener la cola y mantener en su lugar el largo velo que el viento levantaba. Se la veía nerviosa. Subió las escalinatas, y continuó sola, con paso algo rápido para una novia, el trayecto más largo de la nave central hasta traspasar el arco de flores y llegar al espacio más íntimo de la capilla donde la esperaba el Príncipe Carlos, quien se mostró cálido al recibirla, haciéndole honor a la expresión “noblesse oblige”, para que la nerviosa novia no sintiera el desamparo que significaba hacer el trayecto sola hasta el al altar. En este punto, Meghan pareció serenarse. Vio a su novio y le dedicó una hermosa sonrisa. Harry, conmovido, lloró. Recibió a Meghan de manos de otro príncipe, su padre, el Príncipe Carlos, con un “I love you.”
Días previos al enlace, Thomas Meghan, suegro del príncipe Harris, en complicidad con la prensa, se dejó sacar unas fotos que lo captan “desprevenido” en un cibercafé en México, donde vive, sentado ante una mesa y “actuando” como si estuviera leyendo un libro de imágenes turísticas del Reino Unido. Ya había amenazado a su hija con no ir al matrimonio, aunque después dijera que sí. Y después volviera a decir que no. Por si fuera poco, los hermanastros comenzaron a despotricar de la novia. Una gentuza que se ha convertido en un dolor de cabeza para la flemática Isabel II.
Descubierto “el guiso”, a través de la cuenta de Kensington Palace, el 17 de mayo -dos días antes del enlace-, Meghan Markle confirmó en un comunicado que su padre no asistiría a la boda por “quebrantos de salud”.
Posteriormente el medio TMZ (el mismo que le habría pagado por las fotos) informó que el ex director de cine estaba en California recuperándose de un infarto. Markle habría vendido estas fotografías en unos cuantos miles de dólares -cuantifican la venta en USD 100.000.
Concluida la ceremonia, el señor Markle tuvo una repentina mejoría, y declaró, al mismo medio que lo retrató en el cibercafé, lo emocionante que le resultó ver por televisión la boda de su hija que ahora “es de la realeza británica”, caminando hasta el altar del brazo del Príncipe de Gales: “Mi bebé se ve hermosa y muy feliz. Me hubiese gustado estar allí.”
El noblesse oblige se repite…
El Príncipe Carlos no solo sustituyó la ausencia del consuegro en la nave central de la capilla, sino que también tuvo que encargarse de la madre de Meghan, mostrándose solícito con la discreta señora que debió sentirse como cucaracha en baile de gallinas. El príncipe abandonó la capilla con las dos mujeres del brazo, la madre de Meghan y su mujer, Camila de Cornualles, con su imperturbable modo de actuar flemático, como corresponde a su nobleza de cuna. La prisa es plebeya.
No hay nada que no pueda lograr el amor, ese sentimiento poderoso e inexplicable. ¿Comerán perdices?