Por Alberto D. Prieto
MADRID.- Dijo una vez Alfonso Guerra que a España no la iba “a reconocer ni la madre que la parió”. Fue cuando el PSOE ganó sus primeras elecciones, en 1982, con Felipe González a la cabeza y él de número dos. Guerra está hoy callado, y a uno le gustaría saber qué le parece este Gobierno nuevo de Pedro Sánchez, el actual líder socialista. Sánchez es un hombre resuelto, tenaz, audaz. Aunque por ahora esas características personales las ha demostrado en lo tocante a su propia carrera política. Pero igual que cuando se es padre deja uno de ser uno mismo y pasa a ser ya para siempre el papá de esa criatura, tras salir investido presidente el otro día del Congreso de los Diputados, Sánchez ya no podrá seguir trabajando para sí mismo, porque ya no es el líder del PSOE, sino el presidente del Gobierno de todos los españoles.
Decía lo de que Guerra está hoy callado porque pocos días antes de que se sustanciara la moción de censura que ha desalojado al conservador Mariano Rajoy de La Moncloa, el ex vicepresidente socialista se dejaba caer en unas declaraciones públicas que mostraban al PSOE caminando de la mano del Gobierno del PP en el mismo discurso para luchar contra el embate independentista. Resumámoslo en que llamó “nazi” a Quim Torra, el actual presidente de la Generalitat de Cataluña.
En esa acusación, basada en hechos —los escritos periodísticos y los posts en Twitter del sucesor de Carles Puigdemont merecen la definición de “totalitarios”, “pancatalanistas” y “racistas”, lo que según la Real Academia es definición de “nazi”— y compartida por Pedro Sánchez cuando era líder de la oposición —llegó a decir de Torra que era “el Le Pen de la política española” porque practica la “xenofobia supremacista”— no había matices.
No los pedíamos los periodistas. Los de un lado porque alimentaba la línea editorial defensora de la unidad de España y de la Constitución; los del otro porque apuntalaba el victimismo en el que se basa todo nacionalismo. Ni los ofrecían Sánchez o Guerra, a pesar de que este discurso tan esencialista nunca había sido el del partido que éste llevó al poder hace 36 años, cuando aquél era sólo un estudiante de primaria.
La vuelta del PSOE al Gobierno ha abierto un nuevo escenario. La política es como un abanico: todos parten del mismo eje, que es desear una sociedad mejor, y cada política es una varilla por la que avanzar. Si vas desplegando —hacia la izquierda o la derecha—, de inicio hay mucho en común, pero según recorre cada uno su varilla el ángulo se abre tanto como divergen las ideologías.
Con la mudanza en el Palacio de La Moncloa hemos abierto una nueva varilla: nadie cree que sólo por cambiar la cazadora de sport por el traje a medida Sánchez haya dejado de pensar en Torra como en “un peligroso ultra”. Sin embargo, si miramos al centro del abanico, igual que la esencia del PP es —por su herencia de la derecha centralista— ser el demonio de los nacionalistas, la del PSOE es —incluso pactando gobiernos en Cataluña y País Vasco— mantener una actitud apaciaguadora con ellos.
Así pasó en los años primeros de Felipe y Guerra en Moncloa. Se ahondó en la descentralización del Estado, se cedieron a esos “territorios históricos” competencias tan sensibles como la Educación, se concedieron licencias de televisiones autonómicas a las regiones reconocidas como “nacionalidades” en la Constitución y en el Consejo de Ministros todos decían “este país” en lugar de pronunciar la palabra “España”.
Pero el grado de desafío en esta ocasión ha sido tan alto —un referéndum de autodeterminación, una declaración de independencia, todas las leyes fundamentales quemadas en la hoguera…— que hasta el PSOE opositor se había alineado con el PP gobernante. Apoyo total a la destitución de Puigdemont, bloque sin fisuras en la persecución judicial de los responsables y hasta un discurso mimético en cómo calificar a los “golpistas”.
Si hay un tema en el que se la juegue el nuevo presidente Sánchez es en el del desafío independentista. Primero porque es lo que más preocupa a los españoles, según las encuestas. Segundo porque en este asunto sólo se trata de hacer política, no leyes, por lo que no podrá esconderse en el bloqueo parlamentario que, de seguro, le pondrá palos en sus ruedas en todo lo demás. Y tercero porque estaremos de acuerdo en que los resultados hasta ahora son insatisfactorios, así que Sánchez no podría esperar nada diferente haciendo lo mismo que Rajoy.
Ahora, en sólo una semana, la vida sigue igual pero el cambio de tono lo ha cambiado todo. Sánchez ya no le llama a Torra cosas feas, ahora le llama por teléfono. Y se emplazan a quedar “muy pronto” para discutir soluciones. Negociar significa ceder todos para que nadie quede insatisfecho, y uno no se imagina qué puede calmar las ansias de un totalitario si no es el triunfo total. El (ya no tan) totalitario Torra llegará a su reunión con Sánchez prometiendo la ‘república’ y tendrá que salir sin ella, porque el (ya no) líder de la oposición Sánchez prometió un gobierno “constitucionalista” si ganaba la moción de censura. Es imposible elucubrar cómo un presidente tan débil podría reconocer un supuesto “derecho a decidir” de los catalanes sin reformar la Constitución.
El nuevo tono ha hecho que a la España de Sánchez ya la empieza a no reconocer ni la madre que parió a la de Rajoy:
En sólo una semana, el presidente ha anunciado un equipo de ministros que ha merecido el aplauso hasta de algún dirigente del PP. El partido que ha dejado el Gobierno ha visto cómo su abúlico presidente, el que dejaba pudrirse los problemas, ha reaccionado como nunca y ya ha dimitido para que un congreso extraordinario elija sucesor en sólo un mes. Y ‘El País’ —desangrado de lectores en su viraje ideológico— ha amanecido esta semana en los quioscos con una nueva directora en su mancheta, la prestigiosa Sol Gallego-Díaz, una histórica de la casa, tan progresista como el Ejecutivo socialista y tan mujer como la mayoría de sus miembros.
Todo se ha reconducido para que aire sople en otra dirección, se obvien los nombramientos de ministras con un pasado sospechoso —enchufes, financiaciones irregulares del partido a nivel regional, carreras políticas iniciadas en cargos estrenados a dedo y sin cualificación…— y se acepte como normal, en definitiva, que una miembro del Gobierno diga que “una reforma de la Constitución es urgente, viable y deseable”.
La audacia del ya presidente le ha llevado a la Moncloa pero, ojo, ahora juega con las cosas de comer. Esas palabras de la ministra Meritxell Batet fueron la contraseña secreta para la viabilidad de la reunión Sánchez-Torra, demuestran qué camino quieren recorrer los socialistas por esa nueva varilla que han abierto en el abanico político, y quizás expliquen el silencio de Alfonso Guerra, probablemente algo mayor ya para que su partido le haga dar un nuevo salto, aunque éste sea para volver de “España” a “este país”.