Por Alfredo Michelena
La insensibilidad de la OEA sobre los casos de Venezuela y Nicaragua lleva a preguntarse si está preparado el continente para defender la democracia y los derechos humanos.
La masacre en Nicaragua, al igual que la venezolana, no ha pasado desapercibida por los gobiernos de la región; pero nada o poco se ha hecho para pararla. Nicaragua es como un “deja vu”, que muestra lo timorato de nuestros gobiernos regionales.
Pero aun así la región ha avanzado mucho. Los latinoamericanos como parte de la cultura occidental hemos sido claves en dar impulso a la defensa de los derechos humanos (DD.HH.) y la democracia. Unas veces por reacción en temas como la desaparición forzada de personas y la tortura, y otras por la necesidad de asegurar conquistas, como cuando a fines del siglo un continente donde reinaba la democracia y se tenía fe en ella, aprobó la Carta Democrática Interamericana (CDI).
Sin olvidar que fuimos pioneros con la creación de una Corte Interamericana de derechos humanos en la cual las soberanías de los estados comenzaban a dejar pasar no solo a la vigilancia sino la justicia internacional. Y se fue más allá con la firma del Estatuto de Roma para juzgar y castigar internacionalmente a los violadores de derechos humanos.
Nos llenamos de confianza en un mundo que había reconquistado la democracia y creímos superadas las ideologías (Fukuyama) una vez caído el Muro de Berlín. Esto fue aprovechado por los cultores del socialismo totalitario, quienes postulan el fin del libre mercado y la necesidad de una dictadura del proletariado; que, como sabemos, termina en un estado absolutista, en muchos casos articulado con la delincuencia y destinado a imponer un modelo fallido de economía.
Fracasada la lucha armada, Fidel creó el Foro de San Pablo. Una variopinta de partidos de izquierda que obtuvo grandes triunfos como el de Chávez, Lula, Evo y Ortega. Cada uno de ellos impulsó su receta personal en acuerdo con sus circunstancias, pero coincidiendo en crear un mecanismo para mantenerse en el poder a través, por ejemplo, de la reelección indefinida, estatizar la economía y acabar con la separación de poderes, en pocas palabras crear una dictadura con ropaje de democracia, al menos al principio. Otra de sus características es que revestidos de un discurso populista permitieron y promovieron la corrupción a niveles nunca vistos.
Sea por razones ideológicas o delincuenciales, los regímenes de Nicaragua y Venezuela no están dispuestos a ceder el poder y para esto han ejercido una de las represiones más salvajes que hemos visto en este siglo en este continente. Frente a esta violencia contra los pueblos desarmados, la comunidad internacional no puede hacer nada más que denunciar y sancionar.
La secretaría de la OEA y la CIDH han estado muy activos, pero el órgano fundamental de ella que es la reunión de los gobiernos de la región en el Consejo Permanente, de nuevo, ha mostrado una excepcional insensibilidad ante el caso de Nicaragua. Ya en Venezuela se había mostrado esto. Cuánto le costó al continente pronunciarse y ni siquiera ha sido capaz de aplicar la CDI en nuestro caso.
Hoy día, cuando las calles de las ciudades de Nicaragua se llenan de sangre es necesario replantearse la intervención efectiva internacional con base al principio de “responsabilidad de proteger” para evitar estas masacres por manos de unos gobiernos que se esconden detrás de una mal entendida soberanía para someter a sus ciudadanos.