Por.- Roberto Mansilla Blanco/ Corresponsal en España
Las sanciones del Parlamento europeo contra Hungría por la dureza de su política migratoria revelan el difícil momento que atraviesa una Unión Europea atomizada por sus dilemas internos y la dinámica geopolítica.
La dura y restrictiva política migratoria impulsada por el primer ministro húngaro Viktor Orban ha llevado a una inédita crisis interna en el seno de la Unión Europea: el máximo organismo europeo podría aplicar por primera vez en su historia la validez del artículo 7 de la Constitución Europea, que estipula sanciones contra países miembros por violar los valores constitutivos de la UE.
El pasado 13 de septiembre, el Parlamento europeo aprobó por 448 contra 197 en contra y 48 abstenciones la posibilidad de aplicar el artículo 7 contra Hungría. De ser el caso, Hungría, país miembro de la UE desde la ampliación de 2004, dejaría de tener derecho al voto en los organismos comunitarios.
La votación favorable a sancionar al gobierno de Orban fue impulsada por los liberales, socialistas y otros partidos de izquierda. Con los 448 votos, obtuvieron la mayoría de los dos tercios del Parlamento para dar “luz verde” a estas sanciones.
Los votos favorables a Orban, así como las abstenciones, fueron mayoritarios en la plataforma de la derecha europea, específicamente el Partido Popular Europeo. Orban justificó su política migratoria considerando que la oleada de refugiados e inmigrantes ilegales provenían principalmente de países islámicos que iban “en contra de los valores cristianos europeos”.
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La nueva “Cortina de Hierro”
Pero a Orban le han salido aliados. El presidente polaco, Andrzej Duda, del partido derechista Ley y Justicia, consideró tras esta votación que la UE es una “comunidad imaginaria” de poca relevancia para Polonia.
Estas palabras fueron interpretadas como un directo apoyo a Orban, toda vez el presidente polaco declaró que no apoyaría esas sanciones europeas contra Hungría aprobadas tras la votación en el Parlamento europeo.
Duda también tiene conflictos con la UE debido a la reforma del sistema judicial polaco que, según los estándares europeos, violaría valores democráticos como el estado del derecho y el equilibrio de poderes.
Este contexto certifica que la UE tiene un serio problema político en el Este europeo. Países como Hungría, Polonia, Croacia y Eslovaquia, todos ellos de fuerte raigambre católica, parecen constituir una especie de “eje cristiano conservador” en el seno de la UE, que cuestiona los principios constitutivos de este organismo. Estos roces parecen haberse agrandado con la crisis de refugiados.
Las restrictivas políticas migratorias húngaras así como las del derecho de asilo han igualmente atomizado el capital político del gobierno de Orban en la propia Hungría. Tras la votación en el Parlamento europeo, miles de húngaros marcharon por las calles protestando contra las políticas de Orban y defendiendo “los valores europeos”.
Diversas ONGs europeas y la Comisión de Derechos Humanos de la UE han denunciado casos de racismo y xenofobia contra los refugiados en las fronteras húngaras, relatando escenas que parecían impensables hace apenas unos años: familias enteras huyendo de policías húngaros que “fumigaban” con gas pimienta a los refugiados e inmigrantes que intentaban pasar la valla fronteriza alzada por Orban contra estos colectivos. Una especie de “muro antiinmigración” similar al que alza el presidente estadounidense Donald Trump en la frontera con México. Por cierto, Orban y Trump han mostrado públicamente sus respectivas simpatías políticas.
Estos colectivos de derechos humanos, así como diversos eurodiputados, han hecho saber su irritación ante el creciente autoritarismo político de Orban. Con ello, han mostrado su preocupación por la independencia judicial en Hungría, los casos de corrupción, los derechos de las minorías (en particular los gitanos), la libertad religiosa y el funcionamiento del sistema constitucional y electoral.
Pero la fricción de Orban con la UE no es nueva. Con anterioridad, el propio primer ministro húngaro también ha mostrado su sintonía con el presidente ruso Vladimir Putin. Orban ha alabado públicamente al presidente ruso, mostrando con ello sus diferencias y malestar con Bruselas e intentando levemente reorientar los imperativos de seguridad húngaros dentro de la órbita de influencia rusa.
Ello ha repercutido a que en Bruselas, la capital europea, algunos sectores especulen con la aparición de una especie de eje cristiano conservador desde el Este, con presunto epicentro en Moscú, hipótesis que reforzaría las teorías conspirativas de supuesta intromisión rusa en el seno de los organismos europeos.
Por irónico que parezca, la crisis de los refugiados parece provocar entre el Este europeo y la UE la reproducción de una especie de nueva “Cortina de Hierro”, con rémoras de la “guerra fría”, pero bajo imperativos y causas totalmente distintas.
Toda vez Putin parece ganar aliados en las fronteras del Este europeo, desde Turquía hasta Hungría pasando por Serbia, la UE intenta digerir estos desafíos geopolíticos. Una prueba de ello es el reciente acuerdo entre Putin y su homólogo turco Recep Tayyip Erdogan para poner fin a la controversia sobre la ofensiva del régimen sirio en la localidad de Idlib, que ha causado fricciones entre Ankara y Moscú en las últimas semanas.
La lucha por Ucrania
Por ello, la UE parece contraatacar en un terreno fértil para el conflicto: Ucrania. Mientras la crisis con Hungría se manifestaba en su mayor dimensión, Bruselas no se quedaba de brazos cruzados, buscando definitivamente atraerse el apoyo de Kiev de cara a los comicios presidenciales ucranianos pautados para 2019.
Este lunes 17, el presidente ucraniano Petr Poroshenko firmó un decreto en el que denunció el Tratado de Amistad, Cooperación y Asociación con Rusia, que data de 1997 y que entró en vigor en 1999. Este tratado constituía la piedra angular de las relaciones entre Ucrania y Rusia, hasta la anexión rusa de la península de Crimea en 2014.
A no ser que fuera denunciado, este tratado sería renovado automáticamente por diez años más en abril de 2019. Con ello, Poroshenko se adelanta en la denuncia del mismo, toda vez deberá ser aprobado por la Rada o Parlamento ucraniano, en el cual muy probablemente contará con los votos favorables de los nacionalistas ucranianos.
Este decreto certifica prácticamente la ruptura de facto en las relaciones de Kiev con Moscú en un momento delicado por la incertidumbre y la posibilidad de renovación del conflicto en la región del Donbass, al este ucraniano, de mayoría de población rusoparlante.
Eso también repercute en la más que probable finalización de los Protocolos de Minsk suscritos a finales de 2014, y que estipulaban las negociaciones de paz para poner fin al conflicto de la región de Donbass.
La muerte en agosto pasado del líder independentista de la República Popular de Donetsk, Aleksandr Zajárchenko, tras un ataque militar, encendió las alarmas de una posible renovación a gran escala del conflicto del Donbass contra el gobierno de Kiev.
Esta situación ha dado un vuelco al contexto político en el Donbass. De cara a las elecciones presidenciales ucranianas de 2019, se erige la candidatura de Vadim Rabinóvich como candidato de los sectores prorrusos que con anterioridad estaban englobados en el Partido de las Regiones, tradicional fuerza política prorrusa en el Este ucraniano.
A Rabinóvich se le considera un líder político con una relación privilegiada con Putin, tal y como ocurriera con el ex presidente ucraniano Viktor Yanúkovich, defenestrado tras la rebelión antirrusa del Maidán en febrero de 2014, aspecto que llevó a la inmediata reacción del Kremlin de recuperar la soberanía en Crimea.
El decreto de Poroshenko de anular el tratado de amistad con Rusia también tiene su efecto religioso, ya que impulsa la posibilidad de que la Iglesia Ortodoxa ucraniana se separe de la autoridad ortodoxa central establecida en Moscú a través del Patriarca Kiril. Sectores nacionalistas ucranianos consideran que el Patriarca Kiril es un instrumento político de Putin.
Con todo, la situación en Ucrania es sumamente difícil. Más allá del latente conflicto en el Donbass que ha provocado desde 2014 unos 10.000 muertos, la mayoría civiles, en Kiev impera la corrupción, un creciente poderío de las mafias y una orientación cada vez más populista y nacionalista rozando con la ultraderecha.
Si bien esta orientación “ultraderechista” ucraniana y la corrupción imperante ya han sido motivo de preocupación en la UE, los imperativos geopolíticos definitivamente parecen ser más importantes. Bruselas hace oídos sordos de esta situación, toda vez Poroshenko espera, que con su decreto de definitiva desconexión con Moscú, acelerará los mecanismos de eventual admisión de Ucrania en la UE y la OTAN.
Para Poroshenko, la desconexión con Rusia y el acercamiento con Occidente vía UE y OTAN son bazas electorales stratégicamente orientadas a buscar la reelección presidencial en 2019. Pero los sondeos actuales son contradictorios en este sentido. No parece existir una preferencia electoral mayoritaria de cara al 2019 y las expectativas parecen decantarse en una posible confrontación entre Poroshenko y la ex primera ministra Yulia Timoshenko, líder de la rebelión de 2003 y considerada una tradicional proeuropea.
En un contexto de fricción entre la UE y Rusia, Ucrania vuelve a constituirse en la pieza geopolítica clave. Para Bruselas, atraerse el apoyo ucraniano vía admisión en la UE y la OTAN podría suponer un imperativo geopolítico estratégico con consecuencias colaterales orientadas a contrarrestar la “rebelión” antieuropea en Hungría y Polonia.
Estas expectativas hacia Ucrania corren con mayor velocidad ante los recientes ejercicios militares rusos entre el Mar Báltico y el Mar Negro y conjuntamente con China y Mongolia en Siberia y el Lejano Este ruso. La posibilidad de un eje euroasiático “ruso-chino” es un tema capital de seguridad geopolítica para la OTAN y la UE.
Todo ello verifica que Europa sigue envuelta en sus dilemas internos. Y no debemos olvidar que el Brexit está a la vuelta de la esquina. Curiosamente, en este apartado, quien parece más apurado en la desconexión británica de la UE es precisamente Bruselas, toda vez el gobierno conservador de Theresa May en Londres intenta negociar infructuosamente un Brexit “suave”.