Por Alberto D. Prieto
Hay gente que no sé el tiempo de dónde lo saca para tanto como destaca. Periodistas que trabajan cada jornada para los que los días deben de tener más horas que los míos, pues logran estar en teles y radios sacándose un sobresueldito por cada aparición mientras siguen firmando en grande en sus periódicos y sacan un libro cada seis meses a lo sumo. Políticos cuya agenda pública de comparecencias, actos, visitas institucionales y citas en la cumbre no les alejan de su escaño, en el que votan sin falta -ahora que el Gobierno está en equilibrio precario- e incluso son invitados a explicar su experiencia en países allende los mares.
Trabajo una media de 12 horas al día, y lo disfruto como un niño. Buscar la noticia, poner en duda el dato, averiguar qué hay detrás de un acuerdo, venderle el título a mi jefe, juntar las letras y verlo publicado. Para volver a empezar al día siguiente -en realidad, el mismo día, porque no todo a lo que empiezas dando vueltas sale, lo compra el director o da tiempo a componerlo- hasta que logras incluso pillar el primer hueco y abrir el periódico.
Siempre dijeron que las palabras se las lleva el viento y que lo escrito queda, pero eso ya no es así. Lo efímero nos ha ganado la carrera. Y yo, que tardo mucho más en juntar las piezas que en armarlas, porque tengo la suerte de escribir bastante rápido, tengo leves accesos de ansiedad cuando veo que no sólo es que ya estoy con la siguiente historia cuando mi pieza de apertura empieza a vivir en las redes, es que una exclusiva hoy sólo dura lo que digan sus retuits y el analytics de Google.
Y todo bien, vale, que fui yo el que se hizo periodista y elegí esta vida loca. A veces pienso que lo hago más por lo bien que me lo paso que por la trascendencia que tenga mi trabajo. Y eso que quise dedicarme a este oficio para participar del ejército de guardianes de la democracia y la separación de poderes, para ponerle un poco de voz a los que la sociedad deja mudos a fuerza de hacerse la sorda ante sus miserias.
Pero hay veces en que sí ves que lo que haces sirve para algo, que no sólo lo leen aquéllos a los que te debes, los ciudadanos de a pie, sino aquéllos que tienen en su mano cambiar el mundo, o el país, o el barrio. Llamadas mañaneras de un político cabreado porque has publicado exactamente lo que él o ella dijo -incluso has callado alguna cosa en la confianza de que cuidar una fuente es una inversión-, mensajes de perdedores agradecidos porque un titular bien elegido les está ayudando a remontar…
Hacer periodismo fue mi vocación desde que tenía 12 años. Y hoy miro a mi pequeña, que los va a cumplir, y me pregunto cómo tan enano lo tenía ya tan claro. Y qué poco me equivoqué. Pero es eso, miro a mis hijas, y es con un «disculpad» en la boca, porque otra vez llegué tarde a cenar u olvidé ir a la compra ocupado en esperar un poco después de las ruedas de prensa para poder hacer una pregunta más, ésa que a lo mejor tira del hilo.
Este viernes sí me pude escapar a tiempo, incluso les ahorré el autobús porque las logré recoger a tiempo para ir a casa de mi hermana. Mis viejos cumplían 50 años de casados. Les ha dado tiempo a multiplicar por 10 lo que les toca de población mundial, pues empezaron dos y nos juntamos dos decenas a celebrar.
Mucho jamón del bueno, croquetas de la abuela, vino rico, tinto y espumoso, y recuerdos hasta la madrugada.
Fumando en el tendedero para no molestar, encontré tiempo para escuchar a mi cuñada, que es un encanto y casi siempre pregunta más que responde; quedé con mi sobrino para seguir cambiándonos párrafos y libros esta semana con un menú del día; saqué un rato para que mi hermana pequeña me contara sus buenas noticias, y pude recibir algún cariño más particular de mi mamá que los de la algarabía del salón.
Este sábado, otra vez, nos ha pillado el toro de la prisa, que había que llevar a una de las niñas a inglés, a la otra a casa de su madre y acelerar para ir a la redacción. Ahora saldré a tomar unas copas, y el domingo me despertará otra vez sobre la moto camino de las teclas del teléfono y del ordenador.
He entrevistado a Lilian Tintori a las puertas de Ramo Verde, he analizado leyes de efectos perniciosos, persigo comprobar un testimonio escandaloso y voy a contar una historia que esperaba que fuera una tragedia y en la que he descubierto esperanza.
Muchas me las levanta la competencia porque no se puede todo: los hay con relojes blandos como Dalí pero no soy yo. Ni quiero, la verdad, porque las historias de verdad están en el tendedero con tabaco y una birra fría, en leer mucho y comparar piezas que no encajan, o en la pregunta que a otros no les ha dado tiempo a hacer. Las que me sirven para que el director me saque a portada y las que nos contamos la noche del viernes todos los que empezamos hace 50 años a estar en el proyecto de Carlos y Charo, mis papás.