Por Alberto D. Prieto
Resulta que abrí un libro de adolescente y me enamoré de la protagonista. Y mira que no debía. Ella era admirable, resuelta, luchadora. Pero sobre todo sufría, necesitaba amparo y refugio. Y como soy un romántico, decidí que yo podría ser quien se acompañara algún día de alguien así.
Y lo tuve, cumplí. Pasados los años, echo la vista atrás y resuelvo que mi vida amorosa fue saltar de candidata en candidata, distintas todas -más o menos cariñosas, algunas ricas otras guapas-, hasta que una de ellas me hechizó sin que yo hubiera siquiera imaginado que ella, mi protagonista, iba a estar ahí. Todas, las recuerdo, tenían algo de aquel personaje. Y hoy releo esa novela maravillosa sintiendo el flagelo de mi destino. Si alguna vez creí en la libertad, pobre idiota, era porque no había vuelto a ese texto, a recordar que los románticos sufren.
Me pregunto si los protagonistas de la vida política sufren el mismo mal. Es decir, si cuando decidieron meterse en la cosa pública lo hicieron fascinados por alguna lectura de juventud, persiguiendo un mito inconscientemente, como yo.
Nada es puro en la vida, ni el amor ni las buenas intenciones, todo tiene truco. Aún recuerdo al cura que me hizo ver, con sonrisa picarona en una clase de religión, que eso de hacer el bien sin mirar a quién tenía bastante de egoísta, porque la satisfacción profunda de ser bueno, el éxtasis interno de arrancar una sonrisa, una palmada en la espalda, un gracias, una lágrima emocionada ante un favor hecho de pleno, alimentan más al que se entrega que al favorecido.
Así que por mucho que le echen horas, más allá de que haya una vocación profunda de servicio público, yo sé que una foto en portada, una mención del rival en Twitter, un aplauso tras una buena réplica, es parte de lo que un líder anhela. Si no su oxígeno vital, que también.
Este miércoles en el Congreso vi hincharse el ego de Pablo Casado después de su quite verbal a Pedro Sánchez, al que destrozó dialécticamente desde el estrado. Uno podrá o no estar de acuerdo con su ideología, pero el nuevo y joven líder del PP, sin papeles y con aplomo, le sacó cada una de las vergüenzas al presidente del Gobierno. Y para eso hace falta o mucho tiempo -porque son unas cuantas las cosas criticables- o tener muy claro en qué no estás de acuerdo y por qué.
Bajó Casado del atril y la bancada popular se levantó orgullosa del chaval que los comanda para gastar un buen minuto largo en aplaudirlo. Y no era fácil, el chico había empezado por espetar que el jefe del Ejecutivo es «partícipe y responsable» del golpe de Estado «que se sigue desarrollando en Cataluña». Tamaña barbaridad necesitaba un buen andamiaje argumentario para sostenerse, y Casado lo desplegó como quien abre un abanico de golpe. Las varillas, aunque de una en una y por su orden, se desenvainaron tan rápido que el golpetazo fue muy sonoro.
El presidente del PP ha sido preparado desde los veintipocos para encarnar, renovada, a la derecha de siempre. Y yo creo -es opinión- que ahí está su fallo. En que lo que le convendría renovar al Partido Popular es lo de siempre, el fondo, y no las formas. Menos si son las de un joven con pinta de fino que se comporta como un heredero reclamando su herencia.
Eso sí, el agasajo se lo llevó. Unánime. Pero de los suyos, de nadie más.
Toda la bronca venía de los equilibrios locos que hace, porque tiene que hacerlos, Sánchez para seguir siendo presidente. Claro, cuando para llegar a la Moncloa tienes que recabar los votos de otros ya sabes que un día, más pronto que tarde, te pasarán la cuenta. Y en función de según quiénes te presten lo que te falta ya sabes por dónde vendrán. El problema es cuando pides crédito a muchos, que todos se saben imprescindibles, para todos eres débil, y se convierten en usureros.
Al aceptar aquella coalición para la moción de censura, el presidente sabía que tendría que tragarse no sólo sus palabras –eso de “jamás venderé mi alma a los separatistas y a los populistas por gobernar”-, sino los principios que había dicho defender –lo de que “con un racista como Quim Torra presidiendo Cataluña no hay nada de qué hablar”-. Pero le valió, y ahí lo vemos abriendo el paraguas del “diálogo democrático para hallar acuerdos” contra el chaparrón que él mismo provocó cuando decidió quedarse y no convocar elecciones nada más llegar al poder, como dijo al principio que iba a hacer.
El verano pasado, recordé que unos años después de terminarme aquel folletín del XIX francés se me ocurrió sentarme yo delante del ordenador a ordenar por escrito mis ideas novelescas. Y copié de la realidad una protagonista. Al sentido inverso de lo que me habría de pasar con la anterior, tan bien cincelé a mi gusto a aquella chica de letras -cuya cara y ojos sacaba de la amiga de una amiga-, que se convirtió en mi versión adaptada de aquella mujer fuerte con necesidad de refugio que siempre imaginé en mi vida. Y, coño, a los dos días de recuperar aquellos folios del fondo de mi ordenador, ella reapareció. La de verdad.
Ojo con lo que deseas, no se vaya a cumplir. No veo yo muy bien lo de gobernar con el apoyo de Podemos, pero eso es opinable. Simplemente su ideología no la comparto -otro día hablamos de los prestatarios originales de los morados que, después de la teórica, hicieron sus prácticas para político destrozando Venezuela-. Pero el presidente debería saber que si imitas a Iglesias para evitar que te invada tu terreno quiza lo único que logres sea dejar libre tu espacio natural. Y te lo ocupan. Que se lo digan, si no, al marido de la protagonista de mi libro…
Casado estaba buscando que el socialista lo llamara radical, para poder sacar –como ha hecho este sábado- la hoja de servicios de sus dos predecesores, Aznar y Rajoy, parando los desafíos del vasco Ibarretxe en 1999 y del catalán Puigdemont en 2017. Sánchez, que lo llamen extrema izquierda para poner cara de bueno y decir “¿veis?… más allá de nosotros, todos fachas”.
¿Qué leyeron estos dos en la escuela adolescente para líderes políticos? No sé, pero en sus juegos de empujar al otro hacia el extremo, aun a costa de apoyarse cada uno en su lado más radical, están haciendo que los periodistas pongamos titulares de letras muy gordas, nos llevan a escribir opiniones ansiosas y alarmantes, no nos arreglan los problemas del día a día y entretanto los que crecen son los de los extremos, los de verdad: Podemos y Vox.
Esto ya pasó hace décadas. A lo mejor, a lo peor, fue esa historia lo que leyeron nuestros líderes.
Alberto D. Prieto es Jefe de Sección en de EL ESPAÑOL.