La tradición de confrontación entre el militarismo y el civilismo que Venezuela conoció durante el siglo XIX y XX revivió con el golpe fallido de 1992, y, con el triunfo electoral Chávez en 1998. Foto: Revista Sala de Espera

24 de noviembre de 1948

Por Carlos Canache Mata

***La tradición de confrontación entre el militarismo y el civilismo que Venezuela conoció durante el siglo XIX y XX revivió con el golpe fallido de 1992, y, con el triunfo electoral Chávez en 1998.

La historia es conocida. Cinco días antes, el 19 de noviembre, a las 11 de la mañana, tres tenientes coroneles uniformados están sentados, en el Palacio de Miraflores, frente el escritor-presidente de la República, Rómulo Gallegos. Un solo testigo, Gonzalo Barrios, secretario general de la Presidencia, relató después, en detalle, la entrevista.

Los tres tenientes coroneles eran Carlos Delgado Chalbaud, ministro de Defensa; Marcos Pérez Jiménez y Luis Felipe Llovera Páez. El Presidente los invitó a hablar en vista de que eran los solicitantes de la audiencia y permanecían en silencio. Fue el ministro Delgado Chalbaud, quien en nombre del Ejército leyó el pliego de cinco peticiones: Expulsar del país a Rómulo Betancourt, prohibir el regreso del comandante Mario Vargas (enfermo en Estados Unidos), destitución del teniente coronel Gámez Arellano como Jefe de la Guarnición de Maracay, designación de los edecanes presidenciales por el Estado Mayor, y que el presidente Gallegos decidiese su “desvinculación con el partido Acción Democrática”.

Después de escuchar las demandas de los conjurados, el Presidente les respondió que “de acuerdo con esa Constitución que ustedes también han jurado respetar, defender y hacer respetar, no puedo ni debo aceptar imposiciones ni rendir cuenta de mis actos ante ese otro organismo llamado las Fuerzas Armadas Nacionales, cuyos deberes y derechos de cuerpo no deliberante los define claramente la Carta Fundamental de la República y que no son, precisamente, los que ustedes en estos momentos están pretendiendo ejercer”.  Luego refutó, una a una, las cinco peticiones que se le hacían. Fue como la reencarnación del José María Vargas de 1835 respondiéndole a los Carujos de 1948.

El 24 se consumó el golpe de Estado. En relación a la conducta de Carlos Delgado Chalbaud, quien era como un “hijo espiritual” de Gallegos y convivió con él en su casa del exilio en Barcelona, España, hago tres referencias. Una, cuando inmediatamente después del golpe se pasa revista en la Cárcel Modelo a los ministros presos, el militar que leyó la lista dijo al final “el gabinete está completo”, a lo que Gonzalo Barrios observó que faltaba un ministro, “¿cuál?” preguntó el militar y Barrios, con fino sarcasmo, le respondió “el Ministro de Defensa” que, como sabemos, había pasado a ser el Presidente de la Junta. Dos, Delgado, ya Presidente de la Junta facciosa, le envía un emisario a Gallegos, detenido en la Academia Militar, ofreciéndole que podía volver a su casa, a lo que el gran escritor le contestó  que hasta el 19 de abril de 1953 había dos lugares para él: Miraflores o la cárcel. Tres, el periodista y cineasta Napoleón Ordosgoiti cuenta en su libro “Gallegos, el poder y el exilio”que fue portador de una carta completamente lacrada, cuyo contenido desconocía, de Delgado, presidente de la Junta Militar de Gobierno, para Gallegos, a quien se la entregó personalmente en México y que al leerla “su rostro cambiaba de expresiones”, diciendo al final: “Todo es mentira, es un Judas”, mientras rompía la misiva echándola al cesto de los papeles.

Esto es distinto a lo que le escuché después  al insigne novelista. Durante el destierro en México, en el año 1956, al  expresidente Gallegos se le presentó una crisis de hipertensión arterial y por 15 días consecutivos el médico tratante le ordenó reposo en cama y tomarle la tensión y la temperatura diariamente. Me correspondió hacer esto último (yo era un médico recién graduado exiliado; después me gradué de abogado), y en una conversación sobre el golpe del 24 de noviembre dijo, palabras más, palabras menos, que “Delgado hizo todo lo posible por evitar el golpe, pero al ver que eso era imposible, se plegó a Pérez Jiménez y se perdió para la historia”, concluyendo con la frase, que me quedó grabada, de que “él fue un traidor pasivo, no un traidor activo”. Muchos discrepan de esa opinión, que consideran generosa, del gran novelista.

El golpe del 24 de noviembre de 1948 y su paréntesis dictatorial hasta 1958 fueron una manifestación más de la histórica tradición de confrontación entre el militarismo y el civilismo que Venezuela conoció a lo largo del siglo XIX y se había prolongado en el siglo XX hasta 1935, cuando con su muerte, termina la dictadura de Juan Vicente Gómez. Esa confrontación revivió con el golpe fallido del 4 de febrero de 1992, y, con el triunfo electoral de Hugo Chávez en 1998 y la sucesión, mediante el fraude comicial, de Nicolás Maduro, quien es un presidente nominal en manos de los militares. Salir de esta situación es la asignatura pendiente.