Por CÉSAR PÉREZ VIVAS
La existencia del Estado moderno constituye una construcción de ingeniería social y política destinada a garantizar una vida pacífica, digna y de calidad de la persona humana. Es el resultado de la existencia de la humanidad, de su cultura milenaria y de sus diversas experiencias vitales.
El estado democrático, basado en el derecho, la justicia y el bienestar del hombre, se ha convertido en el gran objetivo de todos los pueblos civilizados del planeta. Los venezolanos, luego de una larga historia de guerras, caudillismos y dictaduras logramos, en el siglo XX, un estado de derecho.
Como toda obra humana, nuestra democracia tenía grandes falencias; pero era un sistema perfectible que se movía en la dirección de superar sus atavismos. Un momento de frustración, de graves errores del liderazgo de nuestra sociedad y de irrupción del populismo militarista, produjo la elección de un militar golpista.
La instalación en el poder de Hugo Chávez y su logia militar terminó siendo un salto al pasado, a lo peor de nuestra historia. El socialismo del siglo XXI, etiqueta asignada al proyecto regresivo que lideró el comandante, terminó en un Estado forajido, donde el delito es el epicentro de buena parte de la actividad del Estado.
Luego del fallecimiento de Hugo Chávez, colocada la conducción de la República en manos de Nicolás Maduro, el delito investido de autoridad del Estado, se ha convertido en la cruda realidad a la cual se enfrenta diariamente el ciudadano. La colonización de la actividad del Estado por la ilegalidad, por la complicidad de todos sobre todo, ha permeado de un relativismo ético al conjunto de la sociedad, hasta el punto de que existe casi la convicción de que vivir en la ilegalidad, en el oscuro mundo del fraude, de la extorsión, de la ganancia ilícita, del comercio de bienes inmorales, de la vía de hecho y de fuerza, constituye la normalidad de la vida social.
Por supuesto que tal vaciamiento ético de la sociedad ha permeado a todos los sectores. La política no escapa a tal deterioro. De momento salta con mayor fuerza a la vista, porque al fin y al cabo la política es muy pública, y sus distorsiones se notan a primera vista.
Por eso nos duele, cuando el campo de la política es penetrado por esta distorsión moral que se ha ensanchado de forma vigorosa, en estos años de la revolución bolivariana, alcanzando, no solo al aparato político y militar del régimen, sino también a sectores surgidos en primera instancia, en la escena pública, como luchadores por la democracia. El relativismo ético de estos tiempos los llevó a sucumbir ante las tentaciones existentes en el ambiente.
El avance del delito, en todas las ramas y niveles del poder público, resulta cada día más asfixiante para el ciudadano; hasta el punto de impedirle su vida cotidiana. La complicidad de la cúpula de la revolución, comenzando por Hugo Chávez, cuando con el Plan Bolívar 2.000 incentivó al mundo militar a colonizar la administración pública, permitiéndoles todo tipo de corruptelas, produjo una ambición desmedía de importantes equipos del alto funcionariado, ávidos de una riqueza fácil y rápida.
La cultura del saqueo se convirtió en la predominante en todo el aparato de la revolución. La decisión de estatizar la economía era celebrada con alegría por un funcionariado que tenía, en cada empresa, en cada proyecto faraónico “de la nueva economía socialista”, la mina con la que lograría su objetivo de enriquecimiento, mientras toda la nación inexorablemente era arruinada, hasta el punto de pulverizar el salario, para convertir el trabajo en esclavismo.
Pocos años más tarde, todas esas empresas del Estado, comenzando por la más exitosa y poderosa PDVSA, habían sido saqueadas y quebradas. Todos “los proyectos socialistas” quedaron en la retórica, solo que sus promotores y “gerentes” dilapidaron y se apoderaron de más de 250 mil millones de dólares.
El saqueo producido a la vista del funcionariado subalterno y de las comunidades, que observaban a sus jefes exhibir sin pudor sus grotescas riquezas, así como su mudanza a los países del odiado capitalismo, generó la avidez de casi todos por ampliar sus ingresos a través de la extorsión. El problema se ha agudizado en la medida en que los salarios pagados por el gobierno de Maduro, ya no permiten, ni siquiera, pagar el pasaje con el cual llegar al sitio de trabajo.
Una jueza del estado Lara recientemente se lo comunicó a una amiga en un mensaje de voz que se hizo viral en las redes sociales: “tenemos que cobrar por las sentencias. Con el sueldo que nos pagan no comemos. Todos los jueces tenemos que cobrar…”
Hoy en día, en Venezuela, ningún funcionario del Estado puede vivir con el salario que se le paga. Hay quienes honestamente trabajan en otras tareas para sobrevivir. Hay quienes permanecen en la función pública para exigirle al ciudadano un pago ilegal para completar su ingreso o para acceder a algún mecanismo con el cual lograr dividendos.
En ese ambiente turbio del “Estado socialista”, incrementado ahora con la inconstitucional “ley antibloqueo”, el manejo de los activos públicos, la riqueza mineral, y el ejercicio de toda autoridad es una licencia para el beneficio personal, para la comisión de un sin número de delitos.
En estos días de estado de excepción por la pandemia, la cultura delictiva está afectando severamente la movilidad de los ciudadanos. La militarización del país ha convertido los puntos de control en centros de extorsión. Prácticamente no hay alcabala, patrulla, puesto de control, en las ciudades y carreteras, donde el funcionario militar y/o policial no esté allí para extorsionar al ciudadano.
Lo más grave es que el atraco a que es sometido el ciudadano en sus desplazamientos ya ha sido asumido, con total impunidad, por grupos armados al margen de la ley. Es muy frecuente la presencia de esos grupos delictivos en las carreteras de los llanos, del sur del lago y de la frontera con Colombia, deteniendo a las personas para obligarlas a pagar peajes muy elevados, sobre todo en medio de la dramática pobreza que afecta al 95% de los venezolanos.
Hemos arribado a un nivel donde el delito es permitido, ejecutado y tolerado por un estado fallido, incapaz de garantizar el respeto a los más elementales derechos de la persona humana. Los cuerpos de seguridad cuya existencia se justifica para garantizar ese respeto se han convertido en los principales operadores de toda esa actividad delictiva.
Rescatar el Estado se convierte en un desafío para nuestra sociedad. Solo así podrá combatirse el delito que surge de sus entrañas, instaurar la vigencia de la ley justa, y devolverle al ciudadano el pleno goce de sus derechos fundamentales.