*** El ascenso al poder de Adolfo Hitler es un ejemplo perfecto de lo que ocurre cuando se deja correr al populismo.
A Paulina Gamus, luchadora por la democracia y contra el totalitarismo.
Por CARLOS CANACHE MATA
El 11 de noviembre de 1918, finalizó la Primera Guerra Mundial con la firma, en el Bosque de Compiégne de Francia, del armisticio entre los Aliados y Alemania. Dos días antes, el 9 de noviembre, había abdicado en Berlín el Kaiser Guillermo II, que huyó a Holanda, y se había proclamado la República, que todos conocemos como la República de Weimar -presidida provisionalmente por el socialdemócrata Friedrich Ebert-, así llamada porque fue en esa ciudad en la que se reunió, el 6 de febrero de 1919, la Asamblea Nacional, electa en los comicios del 9 de enero, que aprobó después, el 31 de julio del mismo año 1919, la Constitución. Poco antes, el 28 de junio, se había firmado el famoso tratado de paz en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles que, entre sus cláusulas esenciales -además de las que establecían nuevas fronteras territoriales por las que ciertos estados recibieron minorías nacionales relativamente importantes- estaban las que establecían el desarme de Alemania y sus aliados (Alemania sólo podría disponer de un Ejército de 100.000 hombres, denominado Reichswehr, con la única finalidad de la defensa del orden público y la guardia fronteriza), y, sobre todo, estaba la cláusula de las reparaciones contempladas en el artículo 231 del Tratado que imputaba las pérdidas y daños sufridos por los países aliados vencedores a “la guerra que les fue impuesta por los ataques de Alemania y sus aliados”. Los alemanes se sintieron humillados, surgió el nazismo, y quedaron sembradas las semillas de la Segunda Guerra Mundial.
Al concluir la guerra en 1918, Hitler estaba internado en un hospital militar, a consecuencia de las heridas recibidas durante la guerra, en la que se había alistado voluntariamente en el ejército alemán y ascendido a cabo. Carl Grimberg, historiador sueco que fue profesor en la Universidad de Göteborg, dice en su Historia Universal (Tomo 12, pág. 199) que Hitler “estaba convencido de que Alemania había perdido la guerra porque los judíos y los marxistas ‘apuñalaron por la espalda a la nación’…En aquella época, la doctrina política de Adolfo Hitler aparecía ya definitivamente perfilada: una mezcolanza de nacionalismo pangermanista y de odio irracional y sádico contra los judíos y los pueblos eslavos, contra el proletariado en general y el movimiento marxista obrero…”. En el año 1919, Hitler se adhiere al Partido Alemán de Trabajo (DAP), y en febrero de 1920 el futuro dictador elabora un programa con la doctrina racial de que, dice Grimberg, “solo los miembros del Volk, es decir, del pueblo alemán, de la raza aria, podían obtener la ciudadanía de la nueva Alemania; los demás, especialmente los judíos, eran considerados como extranjeros y al margen de todo derecho y de cualquier cargo oficial”. En diciembre de 1920, cuando el partido, el DAP, había alcanzado los treinta mil inscritos, Hitler le cambia el nombre y lo transforma en el Partido Obrero Nacional-Socialista (NSDAP), crea las SA (Tropas de Asalto), enmascarándolas bajo el nombre de “formación gimnástica y deportiva”, escoge el emblema del NSDAP, la antigua cruz gamada o esvástica, y él mismo –tal vez recordando sus viejos tiempos de pintor de brocha gorda, digo yo- dibuja la bandera del partido: la esvástica aparece en el centro de un círculo blanco sobre fondo rojo, y explica: “Es un verdadero símbolo. En el rojo tenemos el trasfondo social del movimiento, en el blanco la idea nacionalsocialista y en la esvástica nuestra misión de luchar por la victoria del hombre ario”. El 7 de diciembre de 1921, Hitler compra el Observador Popular (Volkischer Beobachter), publicación bisemanal antisemita que acababa de quebrar, gracias a un empréstito de mil dólares que le proporcionaron los representantes de las clases conservadoras, alarmadas por los avances de las masas obreras marxistas.
En 1923, el “año negro” de la Alemania de Weimar, la República democrática entra, entre otras crisis, en una crisis económica, los precios suben de minuto en minuto, al impulso de lo que parece un alud inflacionario indetenible, lo que advino, como anillo al dedo, en un gran favor para los planes insurreccionales de Hitler. William L. Shirer, en su monumental “Historia del Tercer Reich” (Volumen 1, pág. 65), escribe: “El curso de los acontecimientos le ayudó (a Hitler) extraordinariamente, sobre todo dos de ellos: la caída del marco y la ocupación francesa del Ruhr. El marco, como ya hemos visto, había comenzado a deslizarse hacia abajo en 1921, cuando cayó a 75 por dólar; al año siguiente descendió a 400 y a principios de 1923 a 7000. Ya cuando la baja de 1922, el Gobierno alemán había pedido a los Aliados que le concedieran una moratoria en el pago de las indemnizaciones. A esto, el Gobierno francés de Poincaré se había negado terminantemente. Cuando Alemania no pagó, dejando de efectuar sus entregas en madera, el terco Primer Ministro francés, que ya había sido Presidente de Francia durante la guerra, ordenó a las tropas francesas que ocuparan el Ruhr. El corazón industrial de Alemania que, después de la pérdida de la Silesia superior a favor de Polonia, le suministraba al Reich las cuatro quintas partes de su produción de carbón y acero, quedó separado del resto del país”.
A la crisis económica se sumó un serio problema político: había un movimiento separatista en el Estado de Baviera, cuyo triunvirato dictatorial gobernante no obedecía algunas de las órdenes de Berlín o alentaba el propósito de desmembrar a Baviera del Reich. El Gobierno bávaro lo integraban Kahr, delegado del Estado, el general Otto von Lossow, comandante de la Reichswehr, y el coronel Hans von Seisser, jefe de la policía del Estado.
Ante esa situación, Hitler consideró que había llegado la hora de actuar, y protagoniza el llamado “Putsch” de la cervecería. Apareció en la prensa que algunas organizaciones comerciales de Munich habían requerido a Kahr para que hablara, en una reunión a celebrarse en una gran cervecería (la Buergerbraukeller) ubicada en los suburbios de la ciudad, sobre el programa del Gobierno bávaro. Cuando en la tarde del 8 de noviembre de 1923 Kahr se dirigía a tres mil burgueses, las tropas de la SA rodearon la cervecería y Hitler avanzó por el vestíbulo, se trepó a la tribuna y anunció que la revolución ya había comenzado y que habían sido ocupados los cuarteles de la Reichswehr y de la policía por gente del NSDAP, su partido, y que después la revolución marcharía sobre Berlín, la “Babel pecaminosa”, según frase del propio Hitler. Al día siguiente, decidió Hitler organizar una manifestación a través de Munich (los autores difieren en cuanto a la cifra de participantes). Una sección de policías armados bloquea a los manifestantes y se entabló un combate en el que murieron dieciséis (16) nazis. El propio Hitler cayó al suelo y se dislocó un hombro, se levantó y, en medio de la barahúnda de nazis que corrían en todas direcciones, marchó a toda prisa y huyó a una casa amiga, donde, dos días después, fue arrestado. La intentona golpista, con oropeles de farsa, terminó en un fiasco. El partido nazi –NSDAP-fue disuelto.
Al ser detenido, Hitler es llevado a la fortaleza de Landsberg, a orillas del río Lech. El proceso se inició el 26 de febrero de 1924 y se le acusa del delito de alta traición, que rebate con arrogancia y trata de cubrirse con móviles patrióticos: “Yo soy el único responsable, pero no por ello soy un criminal…Contra los traidores de 1918 no se puede cometer ninguna alta traición”. El 1° de abril es sentenciado apenas a cinco años de prisión (a pesar de que el artículo 81 del Código Penal Alemán castigaba con “prisión perpetua” el delito cometido), con el beneficio de que a los pocos meses podía solicitar la libertad condicional, y, efectivamente, el 20 de diciembre fue excarcelado y –dice Shirer- “se veía en libertad para reanudar su lucha, tendente a derribar el Estado democrático”.
En la cárcel, Hitler había dictado los capítulos de su libro “Mi Lucha” (Mein Kampf), que ha sido llamado la Biblia nazi, porque establece los fundamentos ideológicos y los futuros programas de expansión del nazismo, sin que faltara “la rendición de cuentas definitiva” con los judíos y Francia. Al pasar el final de año de 1924, visita al primer ministro de Baviera, el católico Heinrich Held, y le asegura buena conducta, logrando la revocación del veto al partido y a sus periódicos, ya el 26 de febrero el Observador Popular (Volkischer Beobachter) volvió a publicarse y, al día siguiente, celebra una reunión con cuatro mil seguidores en la ya famosa cervecería de Munich del Putsch del 8 de noviembre de 1923, afirmando en su discurso que el enemigo (el régimen republicano, los judíos y el marxismo) “pasará sobre nuestros cuerpos o nosotros pasaremos sobre el suyo”. Había cometido un error al no cumplir la promesa hecha al ministro bávaro, lo que ocasionó que por dos años se le prohibiera hablar en público.
Pero, dice Shirer: “Hitler, además de persuasivo orador, era un buen organizador. Conteniendo su ira por haberle sido prohibido hablar en público, se puso a trabajar furiosamente para intentar reconstruir el Partido Obrero Alemán Nacional Socialista y hacer de él una organización como Alemania no había conocido nunca”. Su militancia pasó de 27 mil miembros en 1925 a 178 mil en 1929. El NSDAP y su influencia seguían creciendo cada año, hasta el punto de que en las elecciones del 31 de julio de 1932, cuando faltaban sólo seis meses para la conquista del poder, obtuvo trece millones setecientos mil sufragios, o sea el 37,8% del total, y 230 diputados de un total de 608, convirtiéndose, desde el punto de vista parlamentario, en el más importante y poderoso de Alemania. Goering fue elegido como presidente del Reichstag. Y, para el año de 1933, había en Alemania seis millones de desocupados.
Ante esa situación, Franz von Papen, del partido Zentrum católico y favorito de Hindenburg, presidente de la república, le propone a éste que había que “domesticar” a Hitler haciéndole participar en una coalición gobernante, lo que fue aceptado, y así, por medios legales, el jefe del NSDAP alcanza el poder al ser nombrado Canciller, jefe del gobierno alemán, el 30 de enero de 1933. El Reichstag fue disuelto y se convocaron elecciones para el 5 de marzo.
Inmediatamente, a pesar de que los nazis sólo ocupaban tres de los once puestos del gabinete ministerial, las SA (Tropas de Asalto) y las SS (Secciones de Seguridad) emprendieron una campaña de terror contra sus enemigos, especialmente contra los judíos: atentados, prisiones arbitrarias, asaltos nocturnos domiciliarios, etc. El “domesticado” resultó ser el “domesticador”. Dos reconocidas autoridades en historia judía, Max Wurmbrandt y Cecil Roth, en su libro “El Pueblo Judío, 4000 años de historia”, nos dicen (pág. 406-407): “Con la ascensión de Hitler al poder, se dio impulso al reino del terror contra los judíos. Se los excluyó de la vida pública e intelectual. Se declaró un boicot contra las tiendas y las empresas judías. Sucedíanse con frecuencia los estallidos ‘espontáneos’ (los pogroms) de indignación popular, cuidadosamente organizados, contra los judíos. Una de las primeras instituciones establecidas por los alemanes fue una red de campos de concentración para opositores políticos y, naturalmente, también para judíos”. En septiembre de 1935, se celebró en Nuremberg una conferencia del Partido Nazi en la que se proclamaron las llamadas “Leyes de Nuremberg” que definían como judío a toda persona -sin importar el grado de parentesco y la religión que profesara- de ascendencia judía, se le despojaba de la ciudadanía alemana y se le prohibía el matrimonio mixto. En el otoño de 1938, en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 –para vengar que un joven judío había herido mortalmente al tercer secretario de la embajada de Alemania en París- se desencadenó en Munich la que se conoce como la noche o la semana de los cristales rotos, “el más horrible pogrom que había tenido lugar hasta entonces en el Tercer Reich”, al decir de William L. Shirer, quien nos cuenta en la obra citada (pág.(508): “Fue, en toda Alemania, una noche de horror. Sinagogas, casas y tiendas judías fueron devoradas por las llamas, y muchos judíos, hombres, mujeres y niños, derribados a disparos de pistola o por otros medios, mientras intentaban huir para no ser quemados vivos”.
Ocurrió una gran emigración judía, y ya para el estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939 más de trescientos mil judíos abandonaron Alemania, y alrededor de setenta mil lograron salir en los primeros dos años de la guerra. A medida que en el conflicto se extendían las conquistas alemanas, continuaba la persecución de los judíos. Se les segregaba en ghettos urbanos, como el que se estableció en Varsovia en el otoño de 1940, que en un momento dado llegó a tener medio millón de personas. Cuando Alemania invadió en junio de 1941 a la Unión Soviética, donde había una considerable población de judíos, decenas de miles de éstos fueron degollados, recordándose el degüello en masa de Babi Yar. Por último, los dirigentes nazis congregados en Vansee, un suburbio de Berlín, resolvieron poner en práctica la “solución final” que, bajo la conducción de Adolf Eichman, puso en ejecución la destrucción física de los judíos, utilizando, como medio más rápido, la sofocación en masa en cámaras de gas, y después la quema de los cuerpos de los asfixiados en gigantescos hornos crematorios.
Una tragedia como para que la contara Dante.
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