Por CARLOS ALBERTO MONTANER
Es como el «cuento de la buena pipa». Una pesadilla circular. La Habana, verano de 1959. Recuerdo a una persona muy segura de que el presidente estadounidense, Ike Eisenhower, en medio de la Guerra Fría, «jamás permitiría la consolidación de una base soviética a 90 millas de las costas de Estados Unidos». Quien hablaba era un veterano de esa «guerra olvidada» en la que murieron más de 30.000 estadounidenses.
El razonamiento era impecable. Las Fuerzas Armadas estadounidenses, pocos años antes, entre 1950 y 1953, durante la Presidencia de Harry S. Truman, habían ido a pelear a la Península Coreana, un país pobre y polvoriento, a miles de millas de distancia, supuestamente bajo una orden de la Organización de Naciones Unidas, la recién estrenada ONU. El propósito real era impedir que China –el mundo comunista- tuviera otra victoria y conquistara otro país.
No obstante, el 1 de enero del 2023 el gobierno cubano comenzará el año 63 de su ininterrumpida estancia en el poder ejerciendo su más obstinado antiyanquismo, sin que parezca importarle un comino al Tío Sam.
¿Por qué esa indiferencia ante La Habana y su odio acendrado en contra de los americanos? Por varias razones y, entre ellas, la incansable labor de la inteligencia cubana.
Ana Belén Montes, puertorriqueña, fue la espía de más alto rango, pero no la única, sembrada por los cubanos en la Agencia de Inteligencia de la Defensa de los Estados Unidos. Los primeros contactos con La Habana ocurrieron en 1984, 17 años antes ser detenida y acusada de espionaje, diez días después del 11 de septiembre del 2001.
Fue convicta y condenada a 25 años de prisión más cinco de vigilancia estrecha, aunque teóricamente los pasó en su casa. Los dos hermanos –Tito y Lucy, hembra y varón- trabajaban lealmente para el FBI. Pronto Montes salió de la cárcel, pero había dejado su pérfido trabajo muy bien realizado.
El trabajo de Ana Belén Montes era minimizar el riesgo del comunismo cubano y convencer a Washington de la conveniencia de levantar el embargo»
En efecto. Ana Belén Montes llegó a ser la principal analista sobre Cuba de esa institución durante un buen número de años. Su trabajo consistía en coordinar desde el Pentágono la visión entre los diferentes aparatos de inteligencia sobre la revolución cubana, pero su misión secreta, pactada con La Habana, era minimizar el riesgo del comunismo cubano y convencer a Washington de la conveniencia de levantar el embargo que se cernía sobre la Isla.
Fidel Castro vio con pésimos ojos la llegada de Mijail Gorbachov al Kremlin (1985). Llegó a pensar que se trataba de un agente de la CIA. «No se puede ser tan idiota», entonces decía. Se preparó para lo peor. Se reunió con el sindicalista Lula da Silva. Brasil era un país gigante y el dirigente de los metalúrgicos podía arroparlo con el Partido de los Trabajadores. Fidel Castro lo convenció de que respaldara el Foro de Sao Paulo. Se trataba de una especie de Internacional de la izquierda latinoamericana en la que figuraban las organizaciones más violentas, como las FARC y otros 47 grupos, que se dieron cita en Sao Paulo en julio de 1990.
Ante la estrategia de Gorbachov de «liberar a Rusia del peso de la Unión Soviética». Fidel, que nunca sacó cuentas, le importaba un comino que la URSS se arruinara en el trayecto. Lo suyo era combatir y derrotar a Estados Unidos, su guerra particular desde que le confesó a su secretaria y amante Celia Sánchez su leitmotiv en una carta manuscrita del 5 de junio de 1958 en plena Sierra Maestra.
La visión estratégica de Gorbachov se evidenciada en dos asuntos muy importantes para Fidel: le notificaron, muy discretamente, que Moscú no continuaría pagando la presencia de los cubanos en África, y el mensaje de la URSS al Frente Sandinista de que no seguiría financiando la guerra a los Contras. Gorbachov les urgía a que se presentaran a las elecciones libres frente a Violeta Barrios de Chamorro, algo que Fidel desaconsejaba vivamente.
Parecía, pues, que se deshacía el comunismo, pero al régimen cubano demostró que la perseverancia rinde grandes frutos, aún cuando no sean los mismos objetivos que preconizaba la URSS: acabar con la propiedad privada.
En 1990-1991 daba la impresión que América Latina había vuelto al redil de la democracia y el desarrollo. Chile se había desprendido de Augusto Pinochet, pero no de su apuesta por el mercado. Pero no fue así: en 1994 Fidel invitó a Hugo Chávez, un desconocido golpista venezolano que acababa de salir de la cárcel y sólo tenía menos del 2% de apoyo popular. A fines de 1998 resultó electo presidente de la mano de los operadores políticos cubanos y comenzó el regreso del caos.
En el 2006 fue elegido Evo Morales. En el 2007 Daniel Ortega y Rafael Correa. En 2019 muchos chilenos jóvenes se revelaron contra el mercado, destruyendo numerosos símbolos de sus éxitos recientes. A fines de 2021 fue elegida Xiomara Castro de Zelaya. Ella controlará el gobierno, su marido ocupará el poder.
Como decía: es como «el cuento de la buena pipa». Una pesadilla circular. No hay remedio.
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Esta columna fue publicada originalmente en «El Nuevo Herald» de Miami el domingo 5 de diciembre.
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