El estadista, los principios, la decisión política

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*** «Cuando un político es un estadista, si peligran la democracia y el Estado de Derecho, no vacila en tomar la decisión menos costosa a éstos», considera el autor.

Por CARLOS CANACHE MATA

A Virginia Betancourt.

Cuando un político es un verdadero estadista, si en horas cruciales peligran la democracia y el Estado de Derecho, no vacila en tomar  –para salvarlos- la decisión política menos costosa a éstos. Los principios  no  pueden ser obstáculos para su propia defensa, si  son acechados por sus enemigos.  Ante  el dilema existencial de salvar o perder la democracia y la libertad, la  Historia (con mayúscula) privilegia los procedimientos que, pareciendo contrariarlas, hacen posible su epifanía  o  evitan su  destrucción. El destacado  historiador venezolano  Germán  Carrera Damas ha dicho que “la concepción ética de la política es ineludiblemente presa de la dialéctica entre el celo principista y la derogación, al menos circunstancial, de los principios”.

Esa tensión o conflicto entre los principios y las exigencias de su salvación, se puede plantear desde las afueras del poder o durante el ejercicio del poder. En una tertulia, celebrada el 16 de abril de 2007, en  la  que participaron  historiadores  y  analistas políticos,  Carrera Damas  se refirió  a tres casos en los que entró en escena la tensión entre los valores y las exigencias del momento  histórico.  Veamos.

Primero. Lo que ocurrió el 18 de octubre de 1945 es un ejemplo de cómo desde las afueras del poder se puede acceder  a  la  verdadera  y  plena democracia (sufragio universal, directo y secreto para la formación del Poder Público), recurriendo a un método no democrático, como lo es  la conspiración militar, la cual  se  legitimó  al  cerrarse   los caminos pacíficos  para alcanzarla. Como lo señaló otro gran historiador, Ramón J. Velásquez, “durante varios meses, trató el jefe político (Rómulo Betancourt; nota de CCM) de frenar el estallido del movimiento militar utilizando el expediente de la candidatura de Diógenes Escalante”, que, al frustrarse por su inesperada dolencia mental, se sustituyó  con la propuesta  de  un  candidato  extrapartidos  que presidiera, mediante una previa disposición transitoria en una reforma de la Constitución, la elección popular del Presidente de la República. Al rechazarse también esa fórmula, se creó así un conflicto entre el celo principista  y  la conveniencia de su derogación, llegándose, como se llegó, a la democracia por una vía no democrática.

Segundo. Ya no  desde afuera, sino  durante  el ejercicio  del  poder, el celo principista se enfrentó a situaciones riesgosas, dramáticas, en las que, para preservar la democracia, se impuso la necesidad de “la difícil conciliación entre los propósitos genuinamente democratizadores y la transgresión de los mismos”. Esa fue la situación que se le presentó a Rómulo  Betancourt cuando – siendo Presidente Constitucional de la República y estando acosado desde la extrema izquierda con la guerra de guerrillas y desde la derecha con el tradicional golpe militar clásico, que se habían juntado en extraño matrimonio morganático en 1962 en los alzamientos conocidos como “el Carupanazo” y “el Porteñazo”-  cuando, digo, ocurre el 29 de septiembre de 1963 el asalto al tren de El Encanto por un grupo armado extremista que asesina, prácticamente a mansalva, a 4 guardias nacionales, 3 quedaron gravemente heridos, y dos mujeres y dos niños también resultaron heridos. El Presidente Betancourt  se encontraba en Puerto de Hierro, Guayana, y desde allí ordenó la detención de los parlamentarios del Partido Comunista y del MIR; después expuso ante el Congreso Nacional: “…Conocida es la decisión que adopté, solo conmigo mismo y con mis responsabilidades de gobernante, ante Venezuela y ante la historia. Los parlamentarios  de  los partidos  Comunista  y  Movimiento  de  Izquierda Revolucionaria, comando  coaligado de  la subversión antidemocrática en Venezuela y sumiso estado mayor ejecutor de las instrucciones emanadas de sus jefes cubanos,  fueron detenidos y entregados a la jurisdicción de los tribunales militares, por la índole de sus delitos, tipificados en el Código de Justicia Militar. La Corte Suprema de Justicia convalidó, con irrebatibles argumentos jurídicos, la anterior decisión del Poder Ejecutivo inhabilitando a esos partidos, clausurando sus locales e impidiendo la circulación de sus periódicos. El proceso judicial ante los tribunales militares y por delito de rebelión, se continúa contra quienes son los máximos responsables de los brotes de sedición armada de Carúpano y Puerto Cabello…”.

Se produjo un gran debate  en el Congreso y en la opinión pública  sobre si  el delito  militar  estaba o no incluído en la protección de la inmunidad parlamentaria de acuerdo con el texto del artículo 143 de la Constitución de 1961, que, de todos modos, en caso de delito flagrante cometido  por  un Senador  o Diputado  contemplaba el  arresto  domiciliario  hasta por noventa y seis  horas (4 días), término para que la Cámara respectiva autorizara su cesación o cotinuación.    En el debate, la opinión del jurista y dirigente socialcristiano Arístides Calvani fue la siguiente: “Sería una contradicción en los propios términos del sistema, contradictio in terminis, si éste garantizara la inmunidad parlamentaria para que al través de esa misma inmunidad se conspirara para destruír el régimen que le dio vida. Es una contradicción lógica, total y absoluta. Si la inmunidad parlamentaria es sagrada, lo es porque la democracia es antecedente a ella y porque debe a la democracia el carácter de sagrada; porque ella no puede tener razón de ser, sino, repito, dentro de la estructura del sistema democrárico”. 

El ex-Presidente Rafael Caldera, que en otras ocasiones había mostrado discrepancias con algunos procedimientos del gobierno, esta vez, ante la enorme gravedad del asalto al tren de El Encanto, aceptó  la  decisión  de  detener  a  los  parlamentarios  del  PCV y del MIR que Betancourt adoptó  –“solo conmigo mismo”– sin consultar desde Guayana ni a AD ni a Copei. Si Betancourt –en la dilemática tensión entre el celo principista y la discutible imputación de la transgresión principista- hubiera vacilado y no se atreve a adoptar la decisión sobre los parlamentarios que le reclamaba el momento  histórico, lo  más probable  es  que  habría  acontecido el naufragio de  la democracia. Afortunadamente, Betancourt era un estadista y actuó como tal, apartando a un lado el costo político. En el discurso inaugural de la cátedra Rómulo Betancourt en la Universidad Rafael Urdaneta de Maracaibo, el 19 de mayo de 1988, Rafael Caldera caracterizó su relación personal con el Presidente Betancourt, así: “Esta relación no siempre fue fácil y sencilla. Es lógico comprender que en muchas ocasiones hubiera opiniones diversas. Debo admitir y proclamar que la actitud que el Presidente Betancourt adoptó en esas ocasiones fue siempre de una gran altura y ellas me sirvieron para corroborarme en la idea de que no se trataba de un agitador político sino de un verdadero estadista”.

Tercero. Carrera Damas se refiere  a “un tercer punto que le preocupó mucho a Betancourt, fue la conciliación, no solo política, sino personal también, con el sedimento antiimperialista dejado por la militancia comunista y el adoctrinamiento marxista en lo concerniente a las relaciones políticas y económicas con el imperialismo”. En mi opinión, en este tema no hay diferencias entre las posiciones de los socialdemócratas y los comunistas, en cuanto al planteamiento común de que la economía se libere de la penetración imperialista, que en el caso específico venezolano se logró en lo fundamental, cuando en 1975-76, el gobierno de Acción Democrática, con el respaldo de todo el país, nacionalizó la industria petrolera. 

En conclusión, los políticos, si tienen la estatura del estadista, atemperan las decisiones al momento histórico que les tocó, sin traicionar los principios.

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