Julio Castellanos: La distópica privatización

Bicentenario

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El autor destaca que muchas empresas públicas, bajo la actual administración, han pasado a manos privadas en procesos muy poco transparentes.

Por Julio Castellanos

El discurso dominante, aquel que se cuela en los medios de comunicación, en los discursos de los generadores de opinión, en las clases, en las universidades (públicas y privadas), en los foros de discusión virtuales y en las decisiones de los cuerpos deliberantes es el de la privatización de todo. Se dice, con mucha facilidad y poca meditación, «las empresas públicas son corruptas e ineficientes», «las empresas privadas son eficientes y generan ganancias», «el Estado no lo puede hacer todo», «debe haber responsabilidad personal», «la gente debe reinventarse y emprender» y pare usted de contar. No hay que llamarse a engaños, desde hace rato es evidente que el discurso del populismo de izquierda, simplón y vacío, de Hugo Chávez también reposa, junto con su intérprete, en el «Cuartel de la Montaña». He empezado a creer que la visita oficial de las autoridades al mausoleo del «Comandante Supremo y Eterno» más que una expresión de respeto es una forma de ir a constatar anualmente que no sea posible la resucitación.

Muchas empresas públicas, bajo la actual administración, han pasado a manos privadas en procesos muy poco transparentes. El ejemplo más palpable, aquí en Carabobo, es el de los Abastos Bicentenario. En esa lista entran algunos hoteles propiedad estatal, que pasaron a ser «administrados» o «gestionados» por operadores privados de origen extranjero y hasta espacios públicos como el Parque Recreacional del Sur en Valencia, con solo llamarse «Draculandia», comenzó a cobrar entradas. Poco a poco, el discurso de la privatización se convierte en los hechos de la privatización, de la palabra a la acción, a lo concreto. Algunas autoridades universitarias, y muchos que aspiran a serlo en los procesos electorales próximos a celebrarse, ya hablan concretamente de buscar fuentes de ingreso a las casas de estudio superior que sean distintos a los fondos públicos («para asegurar su supervivencia») y esto, en principio, no está mal, lo que estaría mal es que esa fuente de ingreso sea, a falta de otros, el pago de la matrícula directamente de los bolsillos de los estudiantes, lo cual, junto con la desaparición del transporte universitario y el comedor, causarían que estudiar en la universidad sea en vez de un derecho un privilegio de algunos pocos.

¿Qué sucedería en el futuro si ese discurso termina por causar que el Estado venezolano sea mínimo y todas las empresas públicas, los servicios públicos e, incluso, la educación y la salud, se privatizan? No hablemos del obvio impacto sobre el grueso de la población cuyos bajos ingresos les impediría acceder a esos bienes y servicios y, por tanto, ateniÉndonos a los criterios más aceptados académicamente para entender la pobreza, pasarían de ser pobres a secas a pobres extremos. Mejor hablemos de si aquella sociedad distópica, el paraíso terrenal de los IESA boys, sería económicamente eficiente y próspera.

Si los servicios sanitarios pasan a ser privados, sea por privatización de todos los centros de salud existentes (a través del misterio de la transustanciación de funcionarios corruptos en emprendedores) o a través del cierre técnico de los centros de salud públicos en los cuales no quede ni médicos, ni enfermeras y si acaso las paredes, estaríamos hablando de una sociedad en las que un porcentaje obscenamente alto de la población será, previsiblemente, víctima crónica de enfermedades y padecimientos que le impedirían trabajar y ser productivos. Lo mismo ocurre con la educación, una masa importante de personas, excluidas por su condición económica de la formación, por privatización o muerte por asfixia financiera a las escuelas y universidades oficiales, imposibilitará a las empresas de tener empleados competentes. En ambos casos el fin es el mismo, solo una pequeña porción, los hijos de los pudientes, podrán tener tanto salud como empleos ajustados a la formación que obviamente sí podrán pagar. Construiremos, de esa manera, una sociedad de castas en la cual el hijo del pobre será pobre y tendrá nietos pobres, la pobreza, como también la riqueza, se heredará con independencia del esfuerzo, el talento o la moralidad. Eso, claramente, es antieconómico.

Si se piensa en las empresas públicas; electricidad, agua, combustible, gas, puertos y aeropuertos, industrias básicas; pues bien, supongamos que estás caigan en manos de gente competente (que dicho sea de paso puede que no ocurra tal cosa), y, entonces, paguen impuestos y generen riqueza, al menos, para sus dueños. Vale hacer la pregunta ¿quiénes podrían ser los dueños de esas empresas en un contexto autoritario, con altísima opacidad, en el que la Crisis Humanitaria Compleja hizo estragos entre la clase empresarial nacional? Parece lógico esperar que una eventual ola de privatización tendrían como compradores a grupos de inversionistas trasnacionales en sociedad con corruptos locales (perdón, digámoslo con un tecnicismo: «captadores de renta»). En dicho escenario, en el que probablemente monopolios públicos pasarán a ser monopolios privados, la fijación de precios estará lejos de ser el reflejo de la competencia y las leyes del mercado, por tanto, los incentivos serán hacia la ineficiencia y los altos precios pero, a diferencia de los servicios públicos, a los cuales cualquier ciudadano puede reclamar en la prensa y hacer campaña para cambiar autoridades electoralmente y plantear reformas en esos campos, las empresas privadas, con dueños extranjeros y socios poderosos, serían totalmente refractarios a tales maniobras y su sensibilidad estará ligada, en exclusivo, a sus ganancias personales.

Alguien podría decir que soy pesimista frente a la privatización o que soy un viejo socialista cuyos prejuicios le hacen ignorar el futuro grandioso que le espera a una patria puesta en venta. La verdad es que no. Creo que no importa de qué color sea el gato mientras coma ratones. Si las empresas públicas funcionan bien, pues excelente, si las empresas privadas funcionan bien, pues enhorabuena. Pero hay que tener claro que el contexto de Crisis Humanitaria Compleja tiene su peso sobre nosotros, al menos, por unas cuantas décadas, y las decisiones, sean cuál sean las que se tomen en esta materia, están condicionadas a ello y tienen consecuencias. En vez de tener monopolios públicos que pasen a ser monopolios privados, además de manejadas por extranjeros, deberíamos procurar empresas públicas eficientemente gestionadas o, en su defecto, múltiples empresas privadas compitiendo en un mercado eficiente para que los precios sean determinados por las leyes del mercado y no por la ambición crematística de quienes aspiran a ser dueños del país por tener un par de lochas quién sabe si bien o mal habidas. Privatizar solo puede salir bien si ocurre con transparencia y pensando en múltiples empresas que compitan en un mercado con reglas claras que se hagan respetar por un Estado institucionalizado y democrático.

Por otro lado, educación y salud, áreas tan sensibles para la población económicamente hablando, deben ser públicas y de calidad. Eso no tiene discusión. Sacar a la gente de la pobreza implica educarla y sanarla, un Estado que renuncie a eso hipoteca su existencia. Quien lo vea de otro modo, que lo explique bien, como si tuviéramos 5 años, a ver si podemos entender cómo es que una población ignorante y enferma se hace próspera gracias a la mano invisible del mercado. ¿Cómo es que esa mata de mango dará manzanas? Expliquen bien, en prosa o en verso, pero expliquen.

Las opiniones publicadas en El Nuevo País son responsabilidad absoluta de su autor.

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