LEONI

CASTELLANOS: Recibiendo sugerencias de 1936

El autor enciende la máquina del tiempo que tiene en su patio y selecciona en los ajustes del equipo el año 1936, para entrevistar a Raúl Leoni, Gonzalo Barrios y Rómulo Betancourt.

Por Julio Castellanos

La buena acogida que tuvo mi anterior artículo dedicado al joven Rafael Caldera, aquel que se desempeñó como articulista y activista político democristiano en 1936, me convenció de que esa época tiene múltiples enseñanzas para la Venezuela de hoy. Primero, porque en ese año se inició un proceso transicional de la dictadura a la democracia, lento, dificultoso y que, a saltos y retrocesos, implicó los primeros pasos hacia consolidar con los años y décadas lo que luego denominamos la democracia civil (1958 – 1998). Y segundo, y no menos importante, hay muchas similitudes en los escenarios: 1) una dictadura que sobrevive al fallecimiento del dictador 2) la debilidad de la sociedad civil, de los gremios, sindicatos y partidos políticos producto de décadas de persecución, represión, violencia y asfixia y 3) una estructura económica injusta que sometía a la mayoría de la población a la pobreza y a una ínfima minoría, atornillada al poder, gozando una grosera opulencia.

Decidí entonces encender la máquina del tiempo que tengo en mi patio y selecciono en los ajustes del equipo la fecha y lugar: 12 de febrero de 1936, oficina sede del diario «Ahora». Me encuentro en el pasillo a un señor de lentes, circunspecto y alto de nombre muy conocido: Raúl Leoni.

Le pregunto, después de ponerlo al día de las situaciones de la Venezuela de 2023, «estimado presiden… disculpe, estimado compañero, ¿qué nos recomendaría a los demócratas del 2023 priorizar a la hora de acometer la transformación del país?. Su respuesta fue directa, como si estuviéramos por entrar a una oficina en Miraflores en vez de estar saliendo de una lúgubre oficina de prensa, «antes que todo se debe abandonar el empirismo que ha sido la norma en la política venezolana. Mirar al pobre, destruido por las enfermedades, roído por los vicios y por la ignorancia; transformar la agricultura y la cría, a base de medidas, no solo de emergencia, sino de carácter permanente que definan un avance en el desarrollo de estas dos fuentes de riqueza nacional; mirar el petróleo, que pide una revisión total de los contratos, con lo cual salgan beneficiados los intereses nacionales trágicamente descuidados por el régimen; mirar la política tributaria, con una justa y equitativa norma de distribución impositiva, para el alivio oportuno de los consumidores, mirar el régimen arancelario, con una visión nacionalista, con miras a que la riqueza venezolana no se fugue al exterior en la importación de artículos suntuarios y con vista al desarrollo y consumo de los productos de nuestras incipientes industrias; mirar a la educación, realizando un programa de vastos alcances pedagógicos, que tienda a la total renovación del sistema instruccionista que sea favorable especialmente al pueblo que sufre la impotencia de la ignorancia». Me despido de quién unos años después se convertirá en el «presidente bueno» destacándose por su obra más que por sus discursos.

Enciendo la máquina y me traslado a otro punto del espacio – tiempo: 12 de abril de 1936. En el mismo diario «Ahora», pero esta vez me encuentro a un joven pequeño, provinciano pero destacable por su elegancia al vestir, quién en el futuro será un gran parlamentario, «señor Gonzalo Barrios, ¿puede darme un minuto?» – «le doy dos» – me dice con una sonrisa de oreja a oreja. Le pregunto por su propuesta de aquel instante expresada a los medios para que el Congreso discutiera la confiscación de los bienes de Gómez y si tal iniciativa no pudiese interpretarse como una forma de venganza contra los que lentamente abandonaban el poder, me detuvo con un gesto con la mano para aclararme mi diagnóstico errado y me dijo «Muerto Juan Vicente Gómez y desplazados del poder sus principales cómplices en el saqueo y pillaje de la nación, se ha dejado subsistir las bases materiales del sistema desaparecido. Está intacta la estructura económica que el gomecismo engendró o al menos acentuó desmesuradamente; persisten las relaciones inherentes de dicha estructura. Por lo tanto, es de creerse que tal régimen económico pugne por dar al Estado la fisonomía que a aquel más le cuadra y le favorece: una dictadura caudillista, la cual fácilmente degenera en descarada y violenta empresa de expoliación. Ese acto no implica un alarde revolucionario sino que asumiría el aspecto de mera medida de orden público y de justicia común al aplicarse exclusivamente a una categoría de ciudadanos que no tienen excusa alguna para su privilegiada situación ya que todos la hemos visto elaborarse bajo nuestros propios ojos con atropellos, peculado y verdaderas traiciones bien pagadas en los chanchullos sugeridos por capitalistas extranjeros. No hay que olvidar a los particulares que sufrieron perjuicios del gomecismo. Ellos tienen, se dice, la vía de la justicia ordinaria para intentar sus reclamaciones pero no conviene hacerse ilusiones a este respecto, la duración excesiva de los procesos, sus dificultades técnicas, su inaccesibilidad para los reclamantes pobres, etc.. constituyen una verdadera garantía de impunidad». La contundente argumentación me hace retirarme avergonzado de mi buenísmo y con la mente recordando aquello del «Venezuela se arregló».

Si tengo una máquina del tiempo, ¿por qué no buscar al padre de la democracia, Rómulo Betancourt, para que me dé alguna recomendación útil? Fijo entonces el nuevo destino: 6 de septiembre de 1936, en el vestíbulo de un reconocido hotel de Caracas en el que se desarrolla una reunión de ORVE. Entro al local y de lejos noto una inconfundible voz chilllona, el golpe seco en una mesa de madera que solo puede hacerse con otra pieza de madera, una pipa, en la cual esa mente inquieta prepara su próxima dosis de tabaco. Mucha gente lo rodea, se dificulta mucho llegar hasta él, pero con un gesto pide que dejen pasar a este servidor que destaca por su ropa extraña en medio de tantos sacos y corbata.

Le digo, sin muchos detalles sobre mi misteriosa aparición en ese tiempo y espacio, «estimado señor Betancourt, ¿qué tipo de oposición se merecen los gobiernos dictatoriales que se encuentran afrontando el desprecio público nacional e internacional y, a regañadientes, pueden encaminarse a la celebración de unas elecciones más o menos libres y justas?». «Conciudadano, mire, hay que entenderse con respecto a lo que significa hacer oposición. No es el ataque diario, sistemático, a todo acto oficial, sin analizarlo, sin discriminarlo, por el solo hecho de emanar del gobierno. Ese tipo de oposición lo practican los resentidos porque un gobierno no les dio sitio en la mesa del presupuesto. Es la oposición que practicó el gran partido liberal amarillo, cuando lo fundó el farsante máximo que ha desfilado por el tinglado de nuestra vida política: Antonio Leocadio Guzmán. Terminó esa oposición cuando José Tadeo Monagas los llamó a ocupar carteras en su gabinete. De paso, como detalle pintoresco, recordaré aquella escena de un furioso oposicionista liberal que perdió sus arrestos cuando llegó a un ministerio y quién contestó cínicamente a quién le preguntaba extrañado porque se había vuelto tan silencioso: ‘es una falta de educación hablar cuando se tiene la boca llena’. Un oposicionismo de esa índole no sería nunca el de nuestro partido. Criticaríamos, con responsabilidad, sin actitudes evasivas, los actos del gobierno merecedores de censura. Pero al mismo tiempo apoyaríamos toda positiva acción del gobierno, si es que el gobierno es capaz de iniciarlas. Y no nos limitaríamos a esa actitud en parte pasiva de esperar que el gobierno actuara para criticarlo o para darle apoyo de opinión, sino que en todo momento haríamos llegar a los poderes públicos la voz de la nación, la palabra de Venezuela, señalando soluciones progresivas a todos los problemas de importancia». – «muchas gracias por la recomendación» – le dije. Lo vi inmediatamente ponerle atención a los problemas de su contexto. Doble enseñanza: podemos aprender de la experiencia pasada pero cada tiempo y espacio tiene sus protagonistas que deben vivir intensamente su presente. Él tuvo el suyo y nosotros tenemos el nuestro. Apago mi máquina del tiempo y pongo en su sitio el libro «El debate político en 1936» editado por el Congreso de la República en 1983.

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