El oficialismo se consume en una lucha fratricida y es una lástima que el liderazgo alternativo no sea capaz de canalizar los grandes deseos de cambio del pueblo.
Una guerra a muerte declarada entre distintas facciones oficialistas amenaza con erosionar la endeble base de sustentación del régimen. La lucha por la hegemonía, el control de los negocios y el reparto de espacios de influencia que incluyen dominio de mercado negro, contrabando y otras actividades no santas, sacan a la superficie las disputas que hasta hace poco estaban disfrazadas tras una falsa fachada de unidad.
En lo político, la lucha sin cuartel alinea por un lado a quienes se dicen depositarios del “legado chavista”, principalmente la facción militar que acompañó la chapucería golpista del 4 de febrero y su larga conspiración previa, que luego medraron en el entorno del fallecido Chávez ocupando cargos de alta responsabilidad a lo largo de su gestión y sobre todo copando posiciones de mando en la Fuerza Armada. El “madurismo” -alimentado con los dineros del Estado, con la estructura clientelar y de dispensas en que han devenido las organizaciones políticas afectas al gobierno, y con la clara presencia de la dictadura “castrista” copando posiciones claves en la administración pública- ha emprendido una purga para excluir a quienes no se plieguen a sus deseos de hegemonía.
El desmontaje de la mafia corrupta que llevó a la quiebra a PDVSA, difícilmente se inspire en propósitos éticos y profilácticos, sobre todo cuando desde hace más de quince años venían denunciándose las pillerías y robos en la petrolera, bajo la jefatura de Rafael Ramírez, quien lejos de ser castigado ascendió a Ministro de Finanzas, Vicepresidente del área económica y Embajador ante la Organización de las Naciones Unidas, y fue defendido por quienes ahora lo enjuician junto a sus colaboradores.
¿Qué produjo esa extraña voltereta? Sin duda razones políticas internas en la sorda lucha de grupos, fracciones y mafias que se disputan el control interno del gobierno.
Es la misma lucha desatada en el campo interno militar del régimen, en el que prominentes oficiales que ocuparon cargos claves en la estructura de mando (gozando de la mayor confianza de Chávez, incluso durante el tiempo de su sucesor) ahora son estigmatizados, sometidos al escarnio público y acusados de los más graves delitos, pasando de las más encumbradas posiciones en la inteligencia y seguridad de Estado a ser perseguidos, enjuiciados y expulsados de las filas castrenses.
Con una oposición golpeada y disminuida -producto de sus errores y mediocridades- los jefes de los grupos de poder dentro del partido y el gobierno sienten que la debilidad de sus adversarios les permite desatar una razzia, pensando que quien resulte ganador en esta pelea de motivaciones inmorales e innobles podrá en solitario ejercer el dominio del poder y los negocios sin tener que compartirlos.
Diosdado Cabello, último destinatario de la guillotina madurista, pareciera haber construido su epitafio al señalar que en este gobierno no “hay intocables”. Al estilo de un ajuste de cuentas entre bandas rivales, el oficialismo se consume en una lucha fratricida. Lástima que el liderazgo alternativo no sea capaz de perfilar con claridad la motivación, activación y conducción de los grandes deseos de cambio que acumula el pueblo.